06 octubre, 2012

Crearemos una civilización de la Mente en el Ciberespacio


"Es un momento crítico. Hay que reconocer que la historia de Internet todavía es breve, pero ha hecho posibles movimientos revolucionarios, como los que han surgido últimamente, sin líderes ni ideología. Esto nunca habría sido posible sin Internet. Las grandes corporaciones quieren reducir el debate al tema de la propiedad intelectual, pero lo que está en juego es la libertad de expresión", afirma John Perry Barlow, cofundador de la Electronic Frontier Foundation (EFF) y autor de la 

Declaración de independencia del ciberespacio 

Gobiernos del Mundo Industrial, vosotros, cansados gigantes de carne y acero, vengo del Ciberespacio, el nuevo hogar de la Mente. En nombre del futuro, ospido en el pasado que nos dejéis en paz. No sois bienvenidos entre nosotros. No ejercéis ninguna soberanía sobre el lugar donde nos reunimos.

No hemos elegido ningún gobierno, ni pretendemos tenerlo, así que me dirijo a vosotros sin más autoridad que aquélla con la que la libertad siempre habla. Declaro el espacio social global que estamos construyendo independiente por naturaleza de las tiranías que estáis buscando imponernos. No tenéis ningún derecho moral a gobernarnos ni poseéis métodos para hacernos cumplir vuestra ley que debamos temer verdaderamente.

Los gobiernos derivan sus justos poderes del consentimiento de los que son gobernados. No habéis pedido ni recibido el nuestro. No os hemos invitado. No nos conocéis, ni conocéis nuestro mundo. El Ciberespacio no se halla dentro de vuestras fronteras. No penséis que podéis construirlo, como si fuera un proyecto público de construcción. No podéis. Es un acto natural que crece de nuestras acciones colectivas.

No os habéis unido a nuestra gran conversación colectiva, ni creasteis la riqueza de nuestros mercados. No conocéis nuestra cultura, nuestra ética, o los códigos no escritos que ya proporcionan a nuestra sociedad más orden que el que podría obtenerse por cualquiera de vuestras imposiciones.

Proclamáis que hay problemas entre nosotros que necesitáis resolver. Usáis esto como una excusa para invadir nuestros límites. Muchos de estos problemas no existen. Donde haya verdaderos conflictos, donde haya errores, los identificaremos y resolveremos por nuestros propios medios. Estamos creando nuestro propio Contrato Social. Esta autoridad se creará según las condiciones de nuestro mundo, no del vuestro. Nuestro mundo es diferente.

El Ciberespacio está formado por transacciones, relaciones, y pensamiento en sí mismo, que se extiende como una quieta ola en la telaraña de nuestras comunicaciones. Nuestro mundo está a la vez en todas partes y en ninguna parte, pero no está donde viven los cuerpos.

Estamos creando un mundo en el que todos pueden entrar, sin privilegios o prejuicios debidos a la raza, el poder económico, la fuerza militar, o el lugar de nacimiento.

Estamos creando un mundo donde cualquiera, en cualquier sitio, puede expresar sus creencias, sin importar lo singulares que sean, sin miedo a ser coaccionado al silencio o el conformismo.

Vuestros conceptos legales sobre propiedad, expresión, identidad, movimiento y contexto no se aplican a nosotros. Se basan en la materia. Aquí no hay materia.

Nuestras identidades no tienen cuerpo, así que, a diferencia de vosotros, no podemos obtener orden por coacción física. Creemos que nuestra autoridad emanará de la moral, de un progresista interés propio, y del bien común. Nuestras identidades pueden distribuirse a través de muchas jurisdicciones. La única ley que todas nuestras culturas reconocerían es la Regla Dorada. Esperamos poder construir nuestras soluciones particulares sobre esa base. Pero no podemos aceptar las soluciones que estáis tratando de imponer.

En Estados Unidos hoy habéis creado una ley, el Acta de Reforma de las Telecomunicaciones, que repudia vuestra propia Constitución e insulta los sueños de Jefferson, Washington, Mill, Madison, DeToqueville y Brandeis. Estos sueños deben renacer ahora en nosotros.

Os atemorizan vuestros propios hijos, ya que ellos son nativos en un mundo donde vosotros siempre seréis inmigrantes. Como les teméis, encomendáis a vuestra burocracia las responsabilidades paternas a las que cobardemente no podéis enfrentaros. En nuestro mundo, todos los sentimientos y expresiones de humanidad, de las más viles a las más angelicales, son parte de un todo único, la conversación global de bits. No podemos separar el aire que asfixia de aquél sobre el que las alas baten.

En China, Alemania, Francia, Rusia, Singapur, Italia y los Estados Unidos estáis intentando rechazar el virus de la libertad erigiendo puestos de guardia en las fronteras del Ciberespacio. Puede que impidan el contagio durante un pequeño tiempo, pero no funcionarán en un mundo que pronto será cubierto por los medios que transmiten bits.
Vuestras cada vez más obsoletas industrias de la información se perpetuarían a sí mismas proponiendo leyes, en América y en cualquier parte, que reclamen su posesión de la palabra por todo el mundo. Estas leyes declararían que las ideas son otro producto industrial, menos noble que el hierro oxidado. En nuestro mundo, sea lo que sea lo que la mente humana pueda crear puede ser reproducido y distribuido infinitamente sin ningún coste. El trasvase global de pensamiento ya no necesita ser realizado por vuestras fábricas.

Estas medidas cada vez más hostiles y colonialistas nos colocan en la misma situación en la que estuvieron aquellos amantes de la libertad y la autodeterminación que tuvieron que luchar contra la autoridad de un poder lejano e ignorante. Debemos declarar nuestros "yos" virtuales inmunes a vuestra soberanía, aunque continuemos consintiendo vuestro poder sobre nuestros cuerpos. Nos extenderemos a través del planeta para que nadie pueda encarcelar nuestros pensamientos.

Crearemos una civilización de la Mente en el Ciberespacio. Que sea más humana y hermosa que el mundo que vuestros gobiernos han creado antes.

Davos, Suiza. 8 de febrero de 1996.

05 octubre, 2012

El monopolio de la paz “desde arriba” debe cuestionarse


Ninguna economía es sólida si no hay paz, y ninguna paz será posible si no se tiene en cuenta la economía, y la paz tampoco está emparejada con el desarrollo es lo que plantea el suizo Iván Illich, "pensador y activista inclasificable" quien centró su trabajo e interés en el individuo, la sociedad y la ciencia.
"En esta exploración, la paz se revela como un concepto totalitario que, desprendido del ethnos y del ethos particular de cada pueblo, sirve para imponer una idea de progreso que pervierte los valores básicos de la subsistencia, y que resulta el germen de muchas de las violencias que padecemos hoy en día".
Cuando se creó la fundación asiática de investigaciones sobre la paz, aparentemente en 1974, fue invitado a ofrecer una Conferencia. Un texto que cobra actualidad en la Colombia de 2012. 

Señor profesor Yoshikazu Sakamoto: su invitación a inaugurar estas conferencias que señalan la fundación de la Asian Peace Research Association constituye para mí a la vez un honor y una prueba. Le agradezco su confianza, pero, al mismo tiempo, solicito su comprensión ante mi ignorancia de las cosas del Japón. Es la primera vez que hablo en público en un país cuya lengua no conozco.

Usted me pidió expresarme sobre un tema que rehúye el uso moderno de ciertos términos de la lengua inglesa. En nuestros días, muchas palabras clave se acuñan en esta lengua con el cuño de la violencia. John Kennedy lanzó la guerra contra la pobreza; actualmente los pacifistas conciben estrategias (en el sentido literal: planes de guerra) para la paz. En esta lengua, configurada comúnmente para la agresión, debo hablarles de recuperar un verdadero sentido de la paz, sin olvidar nunca que no conozco nada de su lengua vernácula. Por eso, cada palabra que usaré me recordará la dificultad de definir la paz. Me parece que la paz de cada pueblo es tan distinta como su poesía. La traducción de la paz es pues una tarea tan ardua como la traducción de la poesía.

La paz tiene un sentido diferente en cada época y en cada atmósfera cultural. Algo que trató en un estudio el profesor TakeshiIshida. Como él nos lo recuerda, en cualquier ambiente cultural la paz reviste un significado diferente entre el centro y las márgenes. En el centro se insiste en “mantener la paz”; en las márgenes la gente espera que “la dejen en paz”. Este sentido último, la paz de la gente simple, la paz popular, se perdió en el transcurso de los tres decenios llamados “del desarrollo”. He aquí mi tesis central: bajo la máscara del desarrollo en todas partes del mundo una guerra se lleva a cabo contra la paz popular. En las regiones desarrolladas no queda casi nada de ella. Según yo, la condición primordial para que la gente simple recupere su paz es que al desarrollo se le pongan unos límites que nazcan de la “base”.

Desde siempre la cultura ha impreso a la paz su significado. Cada ethnos –pueblo, comunidad, cultura– se ha reflejado, expresado simbólicamente y reforzado por suethos de paz: mito, legislación, diosa, ideal. La paz es tan vernácula como la palabra. En los ejemplos elegidos por el profesor Ishida esta correspondencia entreethnos y ethos aparece de manera extremadamente clara. Retomemos a los judíos: consideremos al patriarca judío que, con los brazos levantados, bendice a su familia y a su rebaño. Invoca el shalom, que traducimos con la palabra “paz”. Ahí ve la gracia, que baja del cielo “como el aceite que desciende sobre la barba de Arón”, Arón, el ancestro. Para el padre semita, la paz son las bendiciones de la justicia que el único verdadero Dios vierte sobre las 12 tribus de pastores recientemente sedentarizados.

Para el judío, el ángel anuncia shalom y no la paz romana. La paz romana significa algo completamente diferente. Cuando el gobernador romano blande la enseña de sus legiones y la planta en la tierra de Palestina, no eleva su mirada al cielo. La vuelve hacia una ciudad muy lejana; impone la ley y el orden de esa ciudad. Aunque existen en un mismo lugar y en un mismo tiempo, shalom y pax romana no tienen nada en común.

En nuestra época ambos términos han decaído. Shalom se retiró al reino privado de la religión, mientras que pax invadió el mundo como “paz” –peace, pace–. A lo largo de dos milenios de uso por las élites dirigentes, pax se volvió un polémico desván. Constantino la explotó para transformar la cruz en ideología. Carlomango la usó para justificar el genocidio de los sajones. Pax fue el término que usó Inocencio III para someter la espada a la supremacía de la cruz. En los tiempos modernos, los dirigentes la manipulan para mantener el control del partido sobre el ejército. Invocada tanto por san Francisco de Asís como por Clemenceau, pax perdió los límites de su significado. Se volvió un término sectario y proselitista, ya sea que lo usen el estalishment o los disidentes, ya sea que los países del Este o del Occidente se pretendan sus garantes legítimos.

La idea de pax tiene una historia rica e interesante, aunque sólo se haya estudiado pobremente. Los historiadores se han ocupado mucho más en llenar las bibliotecas con tratados sobre la guerra y sus técnicas. Términos como huo’ping y shanti parecen tener hoy un sentido relativamente relacionado con el de la antigua pax. Pero los separa un foso; no son en absoluto comparables. El huo’ping de los chinos es la dulce y serena armonía en el centro de la jerarquía del cielo, mientras que elshanti de los hindúes evoca principalmente el despertar íntimo, personal, cósmico, no jerárquico. En síntesis, no hay una “unidad” de la paz.

En un sentido concreto, la paz pone al “yo” en el centro del “nosotros” correspondiente. Pero esta correspondencia difiere de una atmósfera lingüística a otra. La paz fija el sentido de la primera persona del plural. Al definir la forma del “nosotros” exclusivo (el kami de las lenguas malayopolinesias), la paz es la base sobre la que la gente del Pacífico emplea naturalmente el “nosotros” inclusivo (kita). Ahí se encuentra una distinción gramatical completamente ajena a los europeos y ausente de lapax occidental. El “nosotros” indiferenciado de la Europa moderna es semánticamente agresivo. Por eso, la búsqueda asiática de la paz debe considerar con gran circunspección la pax que no toma en cuenta el kita ni el adat (los ámbitos de comunidad). Aquí, en el Extremo Oriente, debería ser más fácil que en Occidente dar como fundamento de la búsqueda de la paz lo que es quizás su axioma fundamental: la guerra tiende a volver semejantes las culturas, mientras que la paz brinda la condición para que cada cultura florezca de manera propia e incomparable. De ahí se sigue que la paz no se exporta; la transferencia la corrompe inevitablemente. Tratar de exportar la paz es llevar la guerra. Cuando la búsqueda de la paz olvida este truismo etnológico se transforma en tecnología de la manutención de la paz: ya sea que se degrade en cualquier forma de rearme moral, ya sea que gire perversamente hacia la polemología (ciencia de la guerra) negativa de los estados mayores y de sus simuladores en computadora.

La paz es una noción irreal, puramente abstracta, si no se apoya en una realidad etnoantropológica. Pero sería igualmente irreal si no tomáramos en cuenta su dimensión histórica. Hasta tiempos relativamente recientes, la guerra no destruía completamente la paz; no podía penetrar en todos sus niveles porque la continuación de las hostilidades descansaba en la sobrevivencia de los cultivos de subsistencia que la proveían de víveres. La guerra tradicional dependía de la perpetuación de la paz popular. Muchos historiadores han olvidado este hecho, nos presentan la historia como una sucesión de guerras. Éste era evidentemente el caso de los historiadores antiguos, que tendían a narrar el surgimiento y la caída de los poderosos. Pero, desafortunadamente, es también el caso de muchos especialistas de la “nueva historia”, que quieren volverse reporteros que se mueven en el campo de los que nunca surgieron, hablar en nombre de los vencidos, evocar las figuras de los que desaparecieron. Con demasiada frecuencia los “nuevos historiadores” se interesan más en la violencia que en la paz de los pobres. Son ante todo los cronistas de resistencias, motines, insurrecciones, rebeliones de esclavos, de campesinos, de minorías, de marginales; y, en los periodos más recientes, de las luchas de clase de los proletarios y de las luchas de las mujeres contra la discriminación.

En contraste con los historiadores de los poderosos, los nuevos historiadores afrontan, con las culturas populares, una tarea difícil. Los primeros, al hablar de las élites en el poder, de las guerras que enfrentaban a los ejércitos, estudian los centros de los ambientes culturales. Su documentación consiste en monumentos, decretos grabados en piedra, correspondencias comerciales, autobiografías de reyes y profundas huellas dejadas por los ejércitos en su marcha. Los historiadores que estudian el campo de los vencidos no disponen de este tipo de pruebas. Hablan de sujetos que, frecuentemente, desaparecieron de la faz de la tierra, de gente cuyos restos fueron pisoteados por sus enemigos o llevados por el viento. Los historiadores de los campesinos y de los nómadas, de la cultura pueblerina y de la vida familiar, de las mujeres y de los bebés, casi no tienen huellas que examinar. Deben reconstituir intuitivamente el pasado, escrutar los proverbios, las adivinanzas o las canciones para encontrar algunos indicios. Con frecuencia, las únicas piezas de archivo que han dejado los pobres, en particular las mujeres, son las transcripciones de las deposiciones hechas por las brujas y los malandrines bajo tortura, de sus declaraciones registradas por los tribunales. La historia antropológica moderna (la historia de las culturas populares, la “historia de las mentalidades”) tuvo que elaborar sus propias técnicas para volver inteligibles estos vestigios disparatados.

Pero esta nueva historia tiende con frecuencia a centrarse en las confrontaciones. Pinta a los débiles frente a aquellos contra los que deben defenderse. Hace narraciones de resistencia y no habla de la paz en los tiempos antiguos más que por implicación. El conflicto vuelve comparables a los adversarios; simplifica el pasado; engendra la ilusión de que lo que tuvo lugar antaño puede reportarse con el lenguaje que engloba todo el lenguaje del siglo xx. Así, la guerra, que vuelve las culturas semejantes, la usan los historiadores con mucha frecuencia como marco o estructura de sus narraciones. Nos faltan desesperadamente verdaderas investigaciones históricas sobre la paz, cuya historia es infinitamente más diversa que la de la guerra.

Lo que actualmente calificamos como investigación sobre la paz carece generalmente de perspectiva histórica. El objeto de estos trabajos es la “paz” desprovista de sus componentes culturales e históricos. Paradójicamente, la paz no se volvió un tema de investigación universitaria hasta que se redujo a un equilibrio entre dos potencias económicas soberanas cuyas transacciones postulan la escasez. Así, el estudio se limita a explotar cuál puede ser la tregua menos violenta para competidores comprometidos en un juego de suma cero. Como faros, los conceptos de esta investigación sólo iluminan la escasez. Pero dejan en una espesa sombra el gozo apacible de lo que no es escaso.

El postulado de la escasez es el fundamento de la economía, y la ciencia económica es el estudio de los valores en función de este postulado. Pero la escasez, y, por lo tanto, todo lo que esta ciencia puede analizar significativamente, sólo ha tenido una importancia muy relativa para la mayoría de los humanos durante la mayor parte de la historia. Podemos seguir la huella de la propagación de la escasez en todos los aspectos de la existencia; se encuentra en la civilización europea desde el Medievo. Con el postulado, ampliado constantemente, de la escasez, la paz adquiere un nuevo significado, sin precedente en ningún otro lugar con excepción de Europa. La paz llega a significar la paxœconomica. La paxœconomica es un equilibrio entre potencias estructuralmente “económicas”.

La historia de esta nueva realidad merece nuestra atención. Y el proceso mediante el cual la paxœconomica monopolizó el significado de la paz es particularmente importante. Es el primer significado de la paz que obtuvo una acepción mundial. Un monopolio así no deja de ser profundamente inquietante. Por ello, me propongo contrastar la paxœconomica y la que le es opuesta y complementaria: la paz popular.

Desde la formación de la Organización de las Naciones Unidas, la paz se ha ligado progresivamente con el desarrollo –un acoplamiento que, hasta ese momento, habría sido impensable, y cuya novedad puede difícilmente ser aprehendida hoy por los que tienen menos de 40 años–. Esta curiosa situación es más inteligible para los que ya eran adultos –como es mi caso– al inicio del año 1949, el 29 de enero exactamente. 

Ese día, el presidente de Estados Unidos, Harry Truman, anunció, durante su discurso de toma de posesión, el programa de ayuda técnica a los países subdesarrollados llamado Punto Cuatro. Entonces conocimos el “desarrollo” en su acepción actual. Hasta ese momento sólo usábamos ese término en relación con las especies animales o vegetales, con la valoración inmobiliaria o con las superficies en geometría. Pero desde entonces pudo relacionarse con poblaciones, países y estrategias económicas. 

Menos de una generación después estábamos inundados de varias teorías sobre el desarrollo. Éstas ya no son hoy más que simples curiosidades para coleccionistas. Recordamos sin duda, no sin cierto malestar, que se incitó a los generosos a hacer sacrificios en beneficio de una sucesión de programas dirigidos a “elevar la ganancia por habitante”, a “alcanzar a los países avanzados”, a “remontar la subordinación”. Y nos asombramos de las numerosas cosas que se juzgaron dignas de exportarse: “la orientación eficiente”, “el átomo para la paz”, “el empleo”, “lo eólico”; luego “los modos de vivir alternativos” y “la autoasistencia” bajo el báculo de los profesionales.

Estas incursiones teóricas se produjeron en dos oleadas. Una llevó a los pragmáticos que se decían expertos y promovían la libre empresa; la otra, a los aspirantes a políticos que alababan que se “concientizara” a las poblaciones en la ideología extranjera. Los dos campos estaban de acuerdo con el crecimiento. Preconizaban un aumento de la producción y una elevación constante del consumo. Y cada campo de salvadores, con su secta de expertos, siempre ligaba su propio programa de desarrollo con la paz. La paz concreta, actualmente aparejada con el desarrollo, se volvió el objetivo por excelencia. La búsqueda de la paz gracias al desarrollo hizo que el axioma se volviera no susceptible de cuestionamiento. Quien se levantara contra el crecimiento económico, no de una especie o de otra, sino en cuanto tal, corría el riesgo de ser denunciado como un enemigo de la paz. Al mismo -Gandhi lo vieron como a un romántico, un iluminado o un cerebro descompuesto. Aún peor, sus enseñanzas se pervirtieron para fundar las seudoestrategias no violentas de desarrollo. A su paz, también, se la ligó con el crecimiento. El khadi, esa tela hilada y tejida a mano, se redefinió como un “artículo de consumo”, y la no violencia como un arma económica. El postulado del economista, según el cual los valores no merecen protegerse a menos que sean escasos, transformó la paxœconomica en un peligro para la paz popular.

El aparejamiento de la paz y el desarrollo vuelve difícil el cuestionamiento de este último. Según yo, este cuestionamiento debería ser la primera tarea de la investigación sobre la paz. Y no hay que ver un obstáculo en el hecho de que el desarrollo revista significados diferentes según los pueblos y los grupos. Significa una cosa para los directores de firmas multinacionales, otra para los ministros del pacto de Varsovia, y otras más para los arquitectos del Nuevo Orden económico internacional. Pero todos están de acuerdo con la necesidad del desarrollo, lo que dio al concepto un nuevo estatuto. A causa de esta convergencia, el desarrollo se volvió la condición de la continuación de los ideales de igualdad y democracia heredados del siglo precedente, admitiendo que éstos se inscriben en los límites trazados por el postulado de la escasez. Los debates sobre la cuestión de “quién obtiene qué” habían tapado los costos inevitables inherentes a cualquier desarrollo. Pero, en el transcurso de los años setenta, una parte de esos costos se sacó a la luz. Algunas “verdades” evidentes repentinamente se presentaron a discusión. Bajo el sello de la ecología, de los límites de los recursos, de la toxicidad y del stress tolerables, se volvieron cuestiones políticas. Sin embargo, hasta este momento la agresión brutal contra el valor de uso del medio ambiente no ha sido suficientemente mostrada. Denunciar esta agresión contra la subsistencia, que está implícita en cualquier crecimiento y que enmascara la paxœconomica es, me parece, el deber primordial de una investigación de base sobre la paz.

Tanto en la teoría como en la práctica, cualquier desarrollo significa la transformación de culturas orientadas hacia la subsistencia y su integración en un sistema económico. El desarrollo conlleva siempre la expansión de una esfera puramente económica en detrimento de las actividades ligadas con la subsistencia. Significa la “desincrustación” progresiva de una esfera en la que la práctica del intercambio presupone un juego de suma cero. Esta expansión se prosigue a costa de todas las otras formas tradicionales de intercambio.

Así, el desarrollo implica siempre una dependencia creciente en relación con bienes y servicios, que se perciben como escasos. Crea necesariamente un medio en el que las condiciones de las actividades de subsistencia se eliminaron y que, por este mismo proceso, se transforma en recurso para la producción y la distribución de productos mercantiles. El desarrollo impone pues inevitablemente la paxœconomica en detrimento de todas las formas de la paz popular.

Para ilustrar la antinomia entre paz popular y paxœconomica, me remontaré al Medievo en Europa. Que se me entienda bien: no preconizo en absoluto un regreso al pasado. Cito esos tiempos de antaño únicamente para ilustrar la oposición dinámica entre dos formas complementarias de paz, ambas reconocidas clásicamente. Si escruto el pasado y no tal o cual teoría sociológica es para no caer en el pensamiento utópico y protegerme de las proyecciones. Contrariamente a los ideales y los planes, el pasado no es algo que podría producirse eventualmente. Me permite considerar el presente basándome en hechos. Examino el periodo medieval en Europa porque hacia su final tomó forma una violenta paxœconomica. Y el remplazo de la paz popular por su contrafalsificación mecánica –paxœconomica– es una de las exportaciones de Europa.

En el siglo xii, pax no significaba la ausencia de guerras entre los señores. La pax que la Iglesia o el emperador querían garantizar no era, en su principio, la ausencia de confrontaciones armadas entre los caballeros. Esta paz se dirigía a preservar a los pobres y sus medios de subsistencia de la violencia de la guerra. Protegía al campesino y al monje. Éste era el sentido de Gottesfrieden o de Landfrieden, que protegían lugares y tiempos particulares. Por sanguinario que fuese el conflicto entre los señores, la paz preservaba la cosecha futura y el ganado. Salvaguardaba la reserva de granos, la semilla y el tiempo de la cosecha. De manera general, la “paz de la tierra” salvaguardaba los valores de uso del medio ambiente común contra las intrusiones armadas. Aseguraba el acceso al agua y a los pastizales, a los bosques y a los animales para aquellos que no tenían ninguna otra forma de asegurar su subsistencia. La “paz de la tierra” era pues distinta de la tregua entre campos en guerra. En el Renacimiento se perdió este significado de una paz enteramente destinada a preservar la subsistencia.

Con el nacimiento del Estado-nación surgió un mundo enteramente nuevo, que dio lugar a un nuevo género de paz y a un nuevo género de violencia. Tanto su paz como su violencia son igualmente distantes de todas las formas precedentes de paz y de violencia. Mientras que la paz había significado la protección de la subsistencia mínima que permitía alimentar las guerras entre señores, ahora la subsistencia era víctima de una agresión, pretendidamente pacífica. Se volvía la presa de mercados de bienes y servicios –mercados que se ampliaban–. Esa nueva especie de paz conllevó la persecución de una utopía. La paz popular había protegido de la aniquilación a comunidades auténticas aunque fueran precarias. Pero la nueva paz se erigió sobre una noción abstracta. Está tallada a la medida del homo œconomicus, el hombre universal, destinado naturalmente a vivir del consumo de bienes que en otro lugar otros producen. Mientras que la pax populi había protegido la autonomía vernácula, el medio ambiente en el que podía prosperar y la variedad de las modalidades de su reproducción, la nueva paxœconomica protege la producción. 

Firma la agresión contra la cultura popular, los ámbitos de comunidad y las mujeres.
En primer lugar, la paxœconomica enmascara el postulado según el cual la gente se ha vuelto incapaz de satisfacer por sí misma sus necesidades. Confiere a una nueva élite el poder de que la sobrevivencia de todos los seres sea tributaria de su acceso a la educación, a los servicios de salud, a la protección policiaca, a los departamentos y a los supermercados. De muchas maneras inéditas, exalta al productor y degrada al consumidor. La paxœconomica califica a los que subsisten por sí mismos como “improductivos”, a los que son autónomos como “asociales”, a los que tienen un modo de vida tradicional como “subdesarrollados”. Dicta la violencia contra todas las costumbres locales que no se insertan en un juego de suma cero.

En segundo lugar, la paxœconomica promueve la violencia contra el medio ambiente. La nueva paz garantiza la impunidad: el medio ambiente puede usarse como un recurso para ser explotado en visitas de la producción de bienes mercantiles y como un espacio reservado para su circulación. No sólo permite sino que anima la destrucción de los ámbitos de comunidad, mientras la paz popular los había protegido. La paz popular salvaguardaba el acceso del pobre a los pastizales y a los bosques así como al uso público del camino y del río; reconocía a las viudas y a los mendigos derechos excepcionales de uso del medio ambiente. La paxœconomica, por su parte, define el medio ambiente como un recurso escaso que se reserva para un empleo óptimo en vistas de la producción de mercancías y de las prestaciones de los profesionales. Esto es lo que ha significado históricamente el desarrollo: al cercar los pastizales señoriales, llegó a reservar las calles para la circulación de los automóviles y a limitar los empleos deseables para los que han cursado más de 12 años de escolaridad. El desarrollo siempre ha significado la exclusión brutal de aquellos que querían sobrevivir sin depender del consumo de valores de uso del medio ambiente. La paxœconomica alimenta la guerra contra los ámbitos de comunidad.

En tercer lugar, la nueva paz promueve una nueva forma de guerra entre los sexos. El paso de la batalla tradicional por la dominación a esta nueva forma de guerra sin tregua es, probablemente, el efecto secundario menos analizado del crecimiento económico. Esta guerra, además, es una consecuencia obligada de lo que llaman el crecimiento de las “fuerzas productivas”, proceso que implica un monopolio cada vez más vasto del trabajo remunerado sobre todas las otras formas de actividad. Esto también es una agresión. El monopolio del trabajo retribuido conlleva una agresión contra un carácter común de todas las culturas que viven de la autosubsistencia. 

Aunque estas sociedades puedan ser tan diferentes unas de otras como lo son Japón, Francia y las islas Fidji, tienen en común un rasgo particular: todas las tareas relativas a la subsistencia se asignan específicamente a uno u otro género, a los hombres o a las mujeres. Cierto, el conjunto de faenas particulares que son necesarias y definidas culturalmente varía de una sociedad a otra. Pero, en el abanico de los trabajos, cada sociedad distribuye algunos de ellos a las mujeres, otros a los hombres, y lo hace según un esquema propio. No hay dos culturas en las que la distribución de tareas sea la misma. En cada cultura “crecer” significa, para los jóvenes, crecer en habilidad en las actividades características ya sea del hombre o de la mujer, en ese lugar preciso, y sólo allí. En las sociedades preindustriales, ser un hombre o una mujer no es un rasgo secundario pegado a humanos desprovistos de género. Es la característica fundamental de cada acción en sí misma. Crecer no significa ser “educado”, sino formarse en la vida actuando como hombre o como mujer. La paz dinámica entre los hombres y las mujeres reside precisamente en esta división de las tareas materiales. No es que por lo tanto haya igualdad entre ellos; pero así se fijan límites a la opresión mutua. Hasta en ese terreno íntimo, la paz popular limita a la vez la guerra y la amplitud de la dominación. La labor retribuida destruye esta contextura.

El trabajo industrial, el trabajo productivo, se considera como un terreno neutro, y con frecuencia se vive como tal. Se define como una actividad agenérica. Esto es cierto, ya sea retribuido o no, ya sea que su ritmo esté determinado por la producción o el consumo. Pero aunque el trabajo se considere como agenérico, el acceso a la actividad está radicalmente modificado. Los hombres tienen acceso prioritariamente a los empleos retribuidos que se consideran deseables y las mujeres reciben las tareas que quedan. Originalmente, sólo las mujeres estaban obligadas al “trabajo fantasma”, pero los hombres realizan cada vez más, ellos también, esta labor no remunerada (y, por lo tanto, no contabilizada) que da a una mercancía un valor añadido útil para su consumo, y cuyo ejemplo tipo son los trabajos domésticos. 

A causa de este carácter neutro del trabajo, el desarrollo promueve inevitablemente una nueva forma de guerra entre los sexos, una competencia entre seres teóricamente iguales cuya mitad sufre el handicap de su sexo. Actualmente asistimos a una competencia por los empleos asalariados, que se han vuelto escasos, y a una lucha para sustraerse al trabajo fantasma, que no es retribuido ni capaz de contribuir a la subsistencia.

La paxœconomica protege un juego de suma cero y le asegura un progreso sin obstáculos. Todos están obligados a entrar en el juego y a aceptar las reglas delhomoœconomicus. A los que rehúsan adaptarse al modelo dominante se les llama enemigos de la paz y son desterrados o educados hasta que se conforman. Según las reglas del juego de suma cero, tanto el medio ambiente como el trabajo humano son apuestas extrañas; lo que un jugador gana, el otro lo pierde. Ahora la paz sólo responde a dos acepciones: la del mito según el cual, por lo menos en economía, dos y dos un día darán cinco, o la de la tregua y el atolladero. El desarrollo es el nombre que se da a la expansión de este juego, a la incorporación de una cantidad cada vez mayor de jugadores y sus recursos. 

En consecuencia, el monopolio de lapaxœconomica sólo puede ser implacable; y debe existir una forma de paz diferente de aquella que está emparejada con el desarrollo. Hay que admitir que la paxœconomica no está desprovista de ciertos valores positivos –las bicicletas se inventaron y sus piezas desprendibles circulan en mercados diferentes de aquellos en los que antaño se negociaba la pimienta–, y que la paz entre las potencias económicas es por lo menos tan importante como la paz entre los señores de la guerra de antaño. Pero el monopolio de esta paz “desde arriba” debe cuestionarse. 

Formular esta apuesta es lo que me parece hoy la tarea fundamental de la investigación sobre la paz.

Nota. Aunque el texto me lo envío el comunicador y realizador audiovisual, mi amigo Daniel Camargo, el mismo fue publicado en 2011 por la Revista mexicana Conspiratio 12, Ríos al Norte del Futuro. No conseguí identificar quien era el profesor Yoshikazu Sakamoto. La foto la tomé compartida de la Internet. 

03 septiembre, 2012

Todos los mitos generan temor, y por el miedo se somete al hombre



"Era un hombre de múltiples atributos, y tal vez eso lo perdió. Lo único que no pudo aprender fue a jugar billar: mientras sus compañeros se iban para el café a tacar, Aguirre se metía en la biblioteca a leer. Y aprendió a escribir. Pero, al fin, escribir no es una sabiduría, sino una destreza. Yo, que fui de su intimidad, sé que él usó de tal destreza para decir el mundo, para revelar sus flojeras y falencias, para defender a los menesterosos y a los débiles de corazón, y, haciéndolo, llegó a jugarse la vida. Podría haber dicho, con Maiacovski: "Donde me puncen me matan, porque yo soy todo corazón". Poco antes de su óbito, y ya próximo a los 80 años, se le arrimó un desconocido y le dijo: "Muérase, pero escribiendo".
por Gonzalo Arango
Obituario tomado de la Revista Soho y escrito por el mismo Aguirre.
Girardota, diciembre 19 de 1926 - Medellín, septiembre 3 de 2012


Ya no recuerdo cómo conocí a Alberto Aguirre. El vive en mí como una historia sin pasado. Podría decir, sin exagerar, que lo conocí justo en ese momento terrible de soledad en que un amigo nos salva de la catástrofe. La catástrofe era... yo mismo. Sólo recuerdo que los años más negros, más pútridos de mi juventud, están bellamente, dramáticamente ligados a su amistad. Sin él, es muy posible que otro Gonzalo escribiera estas letras. No yo, que hoy sería un espectro. Pues antes de conocer a Alberto Aguirre, mi porvenir era el suicidio.

Alguna vez, en los albores del nadaísmo, un periodista me preguntó qué se necesitaba para ser nadaísta. Yo le dije que tener un hermano que trabajara por uno, y para uno. Era una broma. Pero en cierto sentido, si tomamos el rábano por las hojas, era verdad. Para mí ese hermano era mi amigo Alberto Aguirre. El me pagaba el bus y me rescataba de la cárcel cuando me metían por turbar el orden moral y laborioso de la Villa de la Candelaria.

Otra vez que me vio muy abatido en el fondo del foso, me dijo: “Lo que necesitas es una mujer, cómprala”, y me envió para el barrio Guayaquil con veinte pesos, para cambiarlos por amor mercenario. El es así con los amigos: un corazón de oro. Alberto Aguirre es, geográficamente, un oasis adonde hemos arrimado una generación de escritores antioqueños a escamparnos del desierto, a preguntar por un camino. Nadie volvió a partir de ese oasis con sed, porque el corazón de este hombre, su amistad, su talento, hacen un poco de faro en la soledad espiritual de Medellín.

Alberto es, físicamente, un hombre de facciones rudas, masculinas, de una serenidad de montaña. Su pasión arde por dentro como los volcanes. Viste con una elegancia desabrochada, anticonvencional, con la corbata suelta y el saco en bandolera. Es un signo externo de su rebeldía. Para parecerse a Zaratustra se cultiva un siniestro bigote nietzscheano, de color candela.

Es el único intelectual que conozco que se acuesta con las campanas de las ánimas del purgatorio (a las 8), y se levanta con las campanas de los cacharreros antioqueños (a las 6). A esa hora anda ya muy fresco con el alba, tomando tinto en La Bastilla, leyendo El Colombiano y haciéndose embolar. Aunque sólo tiene cuarenta años, este inconforme usa costumbres patriarcales. No fuma, no bebe, no asiste a cocteles, no anda figurando en sociedad, ni en las pandillas colectivas de la cultura.

Intelectualmente es un escéptico. Las pocas convicciones que posee han resistido un implacable análisis, y repudia con horror los valores convencionales, los sistemas anacrónicos de la sociedad y la cultura. Su escepticismo no es gratuito. Viene de muy lejos, de muy hondo, de una vasta experiencia vital, y de una densa formación intelectual.

A los veinte años se graduó de abogado en la Universidad de Antioquia. A partir de ese título que nunca quiso enmarcar, ejerció su profesión, fue juez, magistrado del trabajo, profesor de derecho. En su ramo conquistó todos los laureles a una edad en que sus colegas los conquistaban como reconocimientos póstumos a la paciencia y a la rutina. El los ganaba por lucidez, por coraje, por su personalidad.

Pero el derecho no era su camino, y se desvió hacia actividades menos legales.

Decepcionado hasta el asco de los códigos, abandonó su toga de magistrado por una profesión menos impune: el periodismo. Fundó y dirigió en Medellín la Agencia France Presse, cuyo equipo de colaboradores éramos los poetas, entre los cuales tuve el honor de figurar con Carlos Castro, Oscar Hernández, Amílkar U. y otra nómina de vates varados.

Fui, personalmente, un desastre. Esto no impedía que el director Aguirre se quedara conmigo hasta media noche haciendo mi turno, no sólo por solidaridad, sino para salir del teletipo hacia un barcito nocturno donde mi jefe se desquitaba de la trasnochada, dándome tremendas palizas en una mesa de ping-pong, un deporte que lo hacía delirar, y en el que ha conquistado algunas medallitas parroquiales. A veces el alba medellinense se filtraba por la claraboya de aquel sótano, junto con los gritos que pregonaban: EL Colombiano. Con un lápiz rojo hacía cruces sobre los titulares de las noticias de la AFP, y se sentía la mar de orgulloso si el periódico daba prelación a la sigla de su empresa. Luego nos íbamos por las calles beatas y relucientes de la villa, yo a dormir, y él a bañar su esqueleto para volver a su epiléptico teletipo que a las 6 empezaba a escupir kilómetros de noticias.

De la France Presse me echó por razones de etiqueta profesional, pues según mi precario francés y mi ignorancia de la ética real, puse a la Reina de Inglaterra almorzando con otra reina en un hotel de Londres como si las dignas soberanas fueran un par de existencialistas. Mi error fue traducir “hote” que en francés significa “huésped”, por hotel. La noticia resultó una embarrada que puso al mundo diplomático al borde de la guerra atómica, y al pobre Aguirre en el asfalto. ¿Se imaginan ustedes a la Reina Isabel almorzando en El Cisne, o en algo semejante a La Fonda Antioqueña? Pues esa barbaridad fue lo que yo traduje, según mi leal saber y entender, y por pereza de abrir el diccionario. Para salvar el honor de su graciosa majestad británica, París exigió mi cabeza. Y yo, ni corto ni perezoso, se la ofrecí con una felicidad radiante. Libre otra vez para nada... para vivir todo el tiempo, sin cigarrillos, sin trabajo, sin porvenir... ¡Salvado!

Al cabo de dos años, Aguirre abandonó el paranoico teletipo de la France Presse. La empresa marchaba sobre rieles, perfectamente organizada, sin necesidad de su dirección. Lo que seguía era la rutina, cobrar el sueldo. Pero la rutina para Aguirre es mortal, la antesala de la muerte.

Se retiró para fundar una nueva empresa. Esta vez una librería y una editorial para publicar a sus amigos, por su cuenta y riesgo. La inmortalizó con su nombre. Se llama librería y Ediciones Aguirre. La suya no es una cacharrería de libros, sino un centro de cultura. Allí se reúnen intelectuales y parásitos, a charlar sobre literatura, más en broma que en serio, pues el dueño, como cualquier escéptico respetable, es un ironista.

De vez en cuando por rebeldía y en forma gratis, ejerce de abogado defensor en causas peligrosas y perdidas. El fue un tiempo el defensor de oficio de los nadaístas, a quienes metían al cepo por irrespeto al sentimiento religioso de los antioqueños, o por vagancia, o por marihuana, o por “cantinazo”. Y no sólo nos rescataba de la prisión por amor al arte, sino que a la salida nos ofrecía un espléndido homenaje para celebrar nuestra libertina libertad.

Estos triunfos jurídicos lo emocionaban hasta el delirio, no por solidaridad con las truhanerías de nuestra generación, sino por joder a los antioqueños, por repulsión a esa moral de mostrador que exhiben los paisas, y de la cual los nadaístas nos sentíamos hijos bastardos y calaveras, a mucho honor.

Como Aguirre es un espíritu de sensibilidad socialista, tomó sobre sus hombros, como una cruz, la causa del atroz genocidio de Santa Bárbara, donde el Ejército asesinó a sangre fría a una inerme masa de trabajadores del cemento para defender los sagrados valores del capitalismo, con un saldo de veintiocho muertos.

A ese crimen oficial ha consagrado la más densa y apasionada investigación, desde el punto de vista jurídico, humano y social, sin muchas esperanzas de que la justicia cojea, pero no llega.

Pienso que, a pesar de todo, su esfuerzo no será en vano, pues el fervor que ha puesto en esta causa de los pobres y los muertos podría ser un formidable documento si el doctor Aguirre trasladara esos testimonios de valor jurídico al lenguaje de la literatura. Algo semejante, aunque con diferente temática y perspectiva, a lo que realizó en Estados Unidos Truman Capote, al convertir un extraño crimen en su apasionante novela A sangre fría.

Aprovecho esta ocasión para sugerirle al editor Aguirre que nos relate en su prosa seca, realista, con la sinceridad y el coraje que lo caracterizan, los episodios ignominiosos y sangrientos del horrendo crimen de Santa Bárbara. Esa sí que sería una patética acusación a nuestra clase dirigente que en los últimos años ha heredado y usufructuado el poder, no para ejercerlo en favor del pueblo, sino contra él.

Algo más sobre su personalidad: es autoritario, dominante. Nació para ser jefe. Terco, dogmático, apasionado en sus ideas. Nunca cede a las razones contrarias. Liquida las discusiones con un silencio indiferente, o con una risita nazi que oculta sobándose su bigote prusiano.

Ordenado y metódico en sus empresas, lógico como un cerebro electrónico. En todo lo que hace triunfa. Esto no quita que en la calle, en el bar, en la amistad, sea un idealista y un romántico.

Posee una virtud admirable: cada que triunfa tira los laureles y se embarca en nuevas aventuras. No se deja coronar por la frágil gloria de adormidera que se ciñen los hombres mezquinos. Le interesa más la lucha que la gloria. Paradójicamente, en él la victoria equivale a una especie de fracaso, de muerte para el espíritu. Abandona la meta al conquistarla. Esto revela su espíritu creador, combativo, inconformista. Nada lo apacigua, excepto la lucha; nada lo sacia sino la sed. Le interesa menos la cosecha, y más la siembra.

En él identifico, por eso, las grandes, las puras, las épicas virtudes de la raza antioqueña, tan degradadas por el folclorismo cultural de barbera y alpargatas, y que no son más que símbolos decadentes de degeneración del espíritu antioqueño, exaltado por literatos provincianos estilo Mejía VaIlejo, para quienes el bobo de Jericó es un personaje de novela de vanguardia, en esta época en que los hombres jinetean sobre cohetes por los laberintos del cosmos. Da risa y lástima que los literatos antioqueños sigan escribiendo himnos a la arepa, al bambuco, a las orquídeas y al bobo de Jericó. Allá ellos con sus venerables tradiciones y sus templos de oro donde rezan con una fe utilitaria a dios Plutón...

Olvidaba decir que Alberto nació en Girardota, un pueblo caliente y aburrido que vive de un Cristo famoso que hace milagros, según dicen los peregrinos que viajan a pagar promesas y a pedir loterías. Mi madre, que en paz descanse, pasaba por allá los domingos a rezar por mi alma y a suplicar un empleo para mí. Pero el Cristo de Girardota que de todo tiene menos de bobo, se hacía el de la oreja mocha. El sí es milagroso, pero no tanto...

Antes dije que Alberto posee un espíritu dominante. Esta voluntad de dominio que se refleja en su bigote nietzscheano, la heredó de su padre Pedro Claver Aguirre (-), que fue gobernador de Antioquia en las épocas embanderadas de la Revolución en Marcha de Alfonso López. Alberto se paseaba con su padre por las plazas públicas en calidad de hijo del gobernador. La embriaguez del poder y los delirios de las muchedumbres dejaron una profunda huella en su espíritu adolescente. De esa nostalgia del poder conserva su temperamento autoritario y mandón. De las masas, su fervor por el pueblo, su solidaridad con los que sufren miseria y opresión, y esperan ser redimidos por un líder. Ese líder nunca será el doctor Alberto Aguirre, pues si él se dedicara a la política, sólo aceptaría ser dictador. Su primer acto de gobierno sería decretar el fin de la democracia. Por fortuna para la democracia, por Alberto sólo votarían dos personas: él y yo.

Se casó con Gloria López y tenía tres hijos la última vez que lo vi.

Le cedo la palabra al escritor Alberto Aguirre.

Lo único que influye de verdad en la vida de un hombre es una mujer.

Alberto Aguirre, defínase.

Imposible. Definir es fijar, y sólo se puede fijar lo que está detenido, acabado. La roca es definida. El hombre, en cambio, no puede ser fijado, porque es siempre una posibilidad de ser otra cosa. Pero hagamos el intento: soy un burgués irredento, es decir, arrepentido, pero no redimido.

¿Qué significa para usted el amor?

El amor no es un signo, no significa, no induce a un conocimiento. En amor toda teoría es una idiotez, y la psicología del amor no es más que una experiencia vicaria de gente más o menos impotente. Poeta: para mí el amor es la cosa más verraca del mundo.

¿Considera los celos una pasión indigna del amor?

En frío, los celos constituyen una manifestación de primitivismo. Pero sobre los celos nunca se da un pensamiento frío, riguroso. El hombre se complace en vivirlos. Ya en serio, nada más delicioso que morder a una mujer después de haber tenido la tentación de ahorcarla.

¿Llegaría, dado el caso, al extremo de cometer por amor un crimen pasional?

Mire, en este instante apenas tengo una mediana idea de lo que soy, pero ignoro lo que seré en el siguiente. Y no se puede premeditar la pasión. La pregunta resulta una auténtica adivinanza. Por lo cual, se la traslado al pitoniso Ebel Botero.

¿Cuáles son, en su orden, los cinco libros que más han influido en su vida. Los cinco pintores que más admira. Las cinco películas inolvidables?

No advierto en mí la influencia de ningún libro. Sobre un hombre no puede ejercer influencia un libro. Y los libros ni se escriben ni se leen con ese propósito. También las películas y las pinturas son cosas pasajeras, diversiones que producen apenas, en el mejor de los casos, un brillo fugaz. Otra cosa son los intelectuales, y sus preguntas, poeta, son también como para intelectuales. Al margen, nada más parecido a una reina de belleza que un intelectual: el gladiolo, la montaña mágica, la quinta sinfonía, el entierro del conde de Orgaz, lo que el viento se llevó, John Lennon...

Usted es muy exagerado, doctor Aguirre. Ni usted es reina de belleza, ni yo su coronador lírico. Para mí es innegable que los libros sí ejercen influencias, y muy profundas, en la vida y en el espíritu de un hombre. Usted por ejemplo, no sería lo que es, ni pensaría como piensa, si no fuera por la suma de sus lecturas y de sus experiencias culturales. Y lo prueba el hecho de que usted es un revolucionario porque está más de acuerdo, más “influido” por Marx que por el maestro Darío Echandía. ¿O no?

Poeta, oiga bien esto: lo único que influye de verdad en la vida de un hombre, es una mujer. Y yo siempre distingo al hombre del intelectual. Por eso le sugiero cambiar las tres preguntas por una: las cinco mujeres que más han influido en su vida, aunque sugiera levemente la poligamia.

Sí, de acuerdo en que una mujer es definitiva en la vida de un hombre. Yo siempre juzgo a un hombre por la mujer con quien se acuesta. Y casi nunca me equivoco. Por la forma de hablar de la mujer y hasta por su caminado, deduzco si el tipo es un imbécil o alguien respetable. Puedo preguntarle ¿de qué se siente orgulloso, fuera de su mujer?

De nada, todavía.

Entonces, ¿de qué se siente arrepentido?

Ya lo dije: de ser un burgués

¿Qué soñaba hacer con su vida hace veinte años?

Nada. El hombre, si quiere preservar sus posibilidades y mantenerse vivo, no hace proyectos, ni traza con cordel y con sueños caminos a seguir. La existencia es una opción, y al soñar un camino se suprime la opción y, con ello, se aniquila la condición humana. Solo hay que vivir despierto y abierto.

Querido Alberto, todo eso parece tan lógico que apesta al intelectualismo que tanto abomina. Unicamente quería saber cuál era ese sueño ingenuo, desdichado, que todos alentamos en la infancia. Yo, por ejemplo, quería ser el maquinista del ferrocarril del Bolombolo. Estoy casi seguro que usted soñaba ser emperador o Santo Padre.

Bueno, confieso que antes de los veinte años soñaba con ser presidente de la república, pero aún no tenía uso de razón.

Eso no era un sueño, mi querido Alberto, sino una pesadilla. Lo felicito por haber despertado tan a tiempo. ¿Qué importancia tiene para usted la soledad?

En esta sociedad mezquina y apolillada, la soledad es la única posibilidad de existencia.

Aun así, ¿no cree que la soledad implica una serie de riesgos, de peligros?

Por supuesto. Quien vive la soledad bordea el peligro de la amargura y el misticismo. Y a esas cosas es preferible la gerencia de Fabricato. Pero se evaden esos peligros: gerencia, misticismo, amargura, haciendo que la soledad irradie hacia la creación.

¿Cuál es el escritor que más lo ha perjudicado?

Otra pregunta como para reina de belleza, o para intelectual puro. Ya dije que los libros no influyen en el hombre. Y que conste que soy librero, editor, lector. Pero olvidaba que sí hubo un escritor que me perjudicó, pero no como escritor sino como hombre. Harina de otro costal.

¿A qué personalidad del mundo le habría gustado conocer?

Conocí a Manolete y a Daniel Santos. Me declaro satisfecho.

Cite la frase que más admira.

Me da vergüenza confesarlo, pero sí tengo la frase que más admiro: “Que cada paso sea una meta sin dejar de ser un paso”. Es de Goethe (Aquí entre nos, Gonzalo, la leí en Selecciones).

¿Con quién no le gustaría encontrarse en el cielo?

Con tanta gente, poeta, que si no están en el cielo no cabrían en ninguna otra parte. De cuántas páginas dispone para hacerle la lista?

Diga unos diez nombres, los principales.

Prefiero hacerlo por gremios, en vista de la limitación: no me gustaría encontrarme con los intelectuales, con los policías, con los gobernadores, con los gerentes, con los dentistas, con los presidentes, con las reinas de belleza, con los astrólogos, con los gringos, con los burócratas, con los académicos, con los opus-dei, con el opus-night y con el doctor Julio César Turbay Ayala. Mejor vámonos para otra parte.

¿Iría a una guerra para defender sus convicciones?

Ese “iría”, en pospretérito vago e indefinido, se nos está convirtiendo día a día en un terrible y comprometedor “irá”. El pospretérito es el reino del intelectual; el futuro es el tiempo del hombre. Me temo que no quedará más remedio que ir a la guerra para defender los ideales del hombre.

¿Cuál es el mito que más detesta?

En esto no puede haber grados: todos a una. La sociedad burguesa vive a horcajadas sobre mitos y son ellos el instrumento de su predominio sobre las otras clases. Porque todos los mitos generan temor, y por el miedo se somete al hombre. Cuando se aspira a construir una sociedad que respete la dignidad humana, es preciso odiar los mitos y tratar de destruirlos. Porque no basta el odio. Eso es lo negativo y la amargura. Así, en la desmistificación hay una gran alegría creadora.

Según su criterio, ¿cuál es el mito que más falsifica la dignidad humana?

El mito de la cultura —blanco del nadaísmo—, es una de las aberraciones mayores. Pero, ¿cómo dejar en lugar secundario el mito religioso, el de la ganancia, el de la virginidad, el de la inteligencia, el del señorío, el de la democracia? Son tantos, que nublan la vida.

Usted acaba de mencionar el nadaísmo como un movimiento que desmistifica los mitos de la cultura. Quisiera preguntarle, más concretamente, ¿en qué radica para usted la importancia del nadaísmo como generación?

Primero, un poquito de historia: los primeros pesos para publicar el manifiesto nadaísta, hace ocho años, los puse yo. Por eso y otras cositas, soy el padre putativo del nadaísmo. No asustarse, señoras, putativo equivale a supuesto. En realidad, el nadaísmo no tiene padre, pues si lo tuviera, sería hijo, y ser hijo es una desgracia. Hay que reconocer que el nadaísmo le pegó una sacudida a esta sociedad chapada, gris y colonial. Al arremeter contra el mito de la cultura cumplió, radicalmente, una tarea política revolucionaria, aunque no se lo hubiera propuesto en forma deliberada. Ese es su valor histórico positivo.

¿Y el negativo? ¿Qué le criticaría hoy al nadaísmo?

Poeta: ¿jura que me publica el reportaje y la fotico, cualquiera que sea la respuesta?

Sí juro.

Bien. Gracias, y tranquilo. El nadaísmo, como ya dije, tuvo el valor de un emoliente. Pero se ha quedado en eso, en purgante. Y sus actitudes de desafío y negación, al estereotiparse, se han tornado caricatura. El nadaísmo está en peligro hoy de convertirse en una simple excrecencia de la burguesía, haciendo, no frente a ella sino como su apéndice, el papel del bufón. Con lo cual el nadaísmo resultaría hijo de la burguesía.

(Quizás exista ese peligro, en una forma que no es muy consciente para nosotros los nadaístas. Pero no estoy de acuerdo con sus tesis. Lo que pasa es que ustedes no nos perdonan que ya no nos metan a la cárcel por estar más o menos responsablemente creando la nueva poesía, la nueva pintura, la nueva novela, la nueva música, el nuevo arte de vivir, y que algunos de nosotros, desesperadamente enamorados, hayamos cometido el “abominable” acto burgués de casarnos. Esto condiciona otras costumbres, otra forma de vida, como por ejemplo escribir este reportaje para pagar un arriendo, en vez de estar fumando marihuana y bebiendo aguardiente en el bar metropol, por cuenta suya, mi querido Alberto. Piense en lo que era nuestra generación hace apenas cinco años cuando usted nos sacaba de La Ladera por apaches, vagos y atracadores. Y piense en la generación de escritores y artistas que hoy representan al nadaísmo en el país y en el exterior, por el único mérito de su trabajo, es decir, por cambiar la mesa del bar por el escritorio. ¿Usted qué prefiere? Yo no sé, pero nosotros hemos elegido la soledad del escritorio, aunque esto te parezca un lujo burgués, por el cual ya no nos meten a la cárcel, ni te dan el placer masoquista de ponernos en libertad. Pero esto, como dices, es harina de otro costal.)

Mejor que pasemos a otro tema: ¿qué justifica su vicia? ¿Para quién es usted necesario?

Mi vida no se justificaría por el hecho de ser necesario a alguien. De hecho, mi necesidad radica y culmina en mi propia existencia. Esto no lleva necesariamente al egoísmo. Por el contrario, al romper el trascendentalismo de la propia importancia: la fábrica, el hogar, los niñitos, el plan quinquenal, etc., el hombre queda livianito, pronto a volcarse en la auténtica confraternidad. En estas tareas de fraternidad humana, desembarazado ya del mito de la necesidad subjetiva, el hombre puede encontrar la justificación de su existencia. Y esa es hoy mi esperanza.

¿Dispararía un fusil para defender ideales como la justicia, la paz, la libertad?

Habrá que disparar un fusil, y ya se oyen detonaciones en muchas partes, para defender eso de la justicia, la paz, la libertad, no como ideales flotantes en cabeza de intelectuales, sino como realidades para hombres de carne y hueso.

Entonces, si estallara mañana la guerra atómica, ¿qué haría hoy?

Antes de que estalle me voy a leer el último libro de Mejía Vallejo.

Sentido pésame (no por leer a Manuel, sino por su muerte). Escriba su epitafio.

Pensar en epitafios es pensar en la inmortalidad, y con los mitos andamos desafectos. Qué tal un epitafio como este que está en un cementerio de Boyacá: “Aquí yace Virgelina Cipagauta, la perdió su novio cuando tenía dieciséis años”. Las lápidas quedarán como último refugio de las greguerías.

¿Qué es lo que más admira de Rusia?

La educación al alcance de todo individuo, intensa, gratuita y real, desde el kínder hasta la universidad; la eliminación de la prostitución y el alcoholismo; la audiencia multitudinaria para los poetas; la extensión popular de la cultura; la reducción radical de la delincuencia; la escasez de automóviles particulares; la ausencia total de publicidad; la desaparición del esnobismo cultural; la responsabilidad social de escritores y artistas; la carencia de juegos como el 5 y 6 y el Totogol; el reconocimiento a la dignidad humana de la mujer.

¿Qué es lo que más abomina del comunismo?

Cierta tendencia al burocratismo de estado.

Doctor Aguirre: ¿a qué se dedicará después de muerto?

A reventar espalda.

Y como usted se va a ir al infierno, según me dijo en La Ceja Monseñor Henao Botero, ¿qué piensa pedirle al diablo?

Pues que no me devuelva.

Que Dios lo oiga, doctor Aguirre, y muchos recuerdos a Marx y a Sangre Negra.
 
Foto tomada de la Revista SOHO e intervenida por Bunkerglo. Entrevista tomada del  sitio web del escritor Gonzalo Arango.