03 septiembre, 2012

Todos los mitos generan temor, y por el miedo se somete al hombre



"Era un hombre de múltiples atributos, y tal vez eso lo perdió. Lo único que no pudo aprender fue a jugar billar: mientras sus compañeros se iban para el café a tacar, Aguirre se metía en la biblioteca a leer. Y aprendió a escribir. Pero, al fin, escribir no es una sabiduría, sino una destreza. Yo, que fui de su intimidad, sé que él usó de tal destreza para decir el mundo, para revelar sus flojeras y falencias, para defender a los menesterosos y a los débiles de corazón, y, haciéndolo, llegó a jugarse la vida. Podría haber dicho, con Maiacovski: "Donde me puncen me matan, porque yo soy todo corazón". Poco antes de su óbito, y ya próximo a los 80 años, se le arrimó un desconocido y le dijo: "Muérase, pero escribiendo".
por Gonzalo Arango
Obituario tomado de la Revista Soho y escrito por el mismo Aguirre.
Girardota, diciembre 19 de 1926 - Medellín, septiembre 3 de 2012


Ya no recuerdo cómo conocí a Alberto Aguirre. El vive en mí como una historia sin pasado. Podría decir, sin exagerar, que lo conocí justo en ese momento terrible de soledad en que un amigo nos salva de la catástrofe. La catástrofe era... yo mismo. Sólo recuerdo que los años más negros, más pútridos de mi juventud, están bellamente, dramáticamente ligados a su amistad. Sin él, es muy posible que otro Gonzalo escribiera estas letras. No yo, que hoy sería un espectro. Pues antes de conocer a Alberto Aguirre, mi porvenir era el suicidio.

Alguna vez, en los albores del nadaísmo, un periodista me preguntó qué se necesitaba para ser nadaísta. Yo le dije que tener un hermano que trabajara por uno, y para uno. Era una broma. Pero en cierto sentido, si tomamos el rábano por las hojas, era verdad. Para mí ese hermano era mi amigo Alberto Aguirre. El me pagaba el bus y me rescataba de la cárcel cuando me metían por turbar el orden moral y laborioso de la Villa de la Candelaria.

Otra vez que me vio muy abatido en el fondo del foso, me dijo: “Lo que necesitas es una mujer, cómprala”, y me envió para el barrio Guayaquil con veinte pesos, para cambiarlos por amor mercenario. El es así con los amigos: un corazón de oro. Alberto Aguirre es, geográficamente, un oasis adonde hemos arrimado una generación de escritores antioqueños a escamparnos del desierto, a preguntar por un camino. Nadie volvió a partir de ese oasis con sed, porque el corazón de este hombre, su amistad, su talento, hacen un poco de faro en la soledad espiritual de Medellín.

Alberto es, físicamente, un hombre de facciones rudas, masculinas, de una serenidad de montaña. Su pasión arde por dentro como los volcanes. Viste con una elegancia desabrochada, anticonvencional, con la corbata suelta y el saco en bandolera. Es un signo externo de su rebeldía. Para parecerse a Zaratustra se cultiva un siniestro bigote nietzscheano, de color candela.

Es el único intelectual que conozco que se acuesta con las campanas de las ánimas del purgatorio (a las 8), y se levanta con las campanas de los cacharreros antioqueños (a las 6). A esa hora anda ya muy fresco con el alba, tomando tinto en La Bastilla, leyendo El Colombiano y haciéndose embolar. Aunque sólo tiene cuarenta años, este inconforme usa costumbres patriarcales. No fuma, no bebe, no asiste a cocteles, no anda figurando en sociedad, ni en las pandillas colectivas de la cultura.

Intelectualmente es un escéptico. Las pocas convicciones que posee han resistido un implacable análisis, y repudia con horror los valores convencionales, los sistemas anacrónicos de la sociedad y la cultura. Su escepticismo no es gratuito. Viene de muy lejos, de muy hondo, de una vasta experiencia vital, y de una densa formación intelectual.

A los veinte años se graduó de abogado en la Universidad de Antioquia. A partir de ese título que nunca quiso enmarcar, ejerció su profesión, fue juez, magistrado del trabajo, profesor de derecho. En su ramo conquistó todos los laureles a una edad en que sus colegas los conquistaban como reconocimientos póstumos a la paciencia y a la rutina. El los ganaba por lucidez, por coraje, por su personalidad.

Pero el derecho no era su camino, y se desvió hacia actividades menos legales.

Decepcionado hasta el asco de los códigos, abandonó su toga de magistrado por una profesión menos impune: el periodismo. Fundó y dirigió en Medellín la Agencia France Presse, cuyo equipo de colaboradores éramos los poetas, entre los cuales tuve el honor de figurar con Carlos Castro, Oscar Hernández, Amílkar U. y otra nómina de vates varados.

Fui, personalmente, un desastre. Esto no impedía que el director Aguirre se quedara conmigo hasta media noche haciendo mi turno, no sólo por solidaridad, sino para salir del teletipo hacia un barcito nocturno donde mi jefe se desquitaba de la trasnochada, dándome tremendas palizas en una mesa de ping-pong, un deporte que lo hacía delirar, y en el que ha conquistado algunas medallitas parroquiales. A veces el alba medellinense se filtraba por la claraboya de aquel sótano, junto con los gritos que pregonaban: EL Colombiano. Con un lápiz rojo hacía cruces sobre los titulares de las noticias de la AFP, y se sentía la mar de orgulloso si el periódico daba prelación a la sigla de su empresa. Luego nos íbamos por las calles beatas y relucientes de la villa, yo a dormir, y él a bañar su esqueleto para volver a su epiléptico teletipo que a las 6 empezaba a escupir kilómetros de noticias.

De la France Presse me echó por razones de etiqueta profesional, pues según mi precario francés y mi ignorancia de la ética real, puse a la Reina de Inglaterra almorzando con otra reina en un hotel de Londres como si las dignas soberanas fueran un par de existencialistas. Mi error fue traducir “hote” que en francés significa “huésped”, por hotel. La noticia resultó una embarrada que puso al mundo diplomático al borde de la guerra atómica, y al pobre Aguirre en el asfalto. ¿Se imaginan ustedes a la Reina Isabel almorzando en El Cisne, o en algo semejante a La Fonda Antioqueña? Pues esa barbaridad fue lo que yo traduje, según mi leal saber y entender, y por pereza de abrir el diccionario. Para salvar el honor de su graciosa majestad británica, París exigió mi cabeza. Y yo, ni corto ni perezoso, se la ofrecí con una felicidad radiante. Libre otra vez para nada... para vivir todo el tiempo, sin cigarrillos, sin trabajo, sin porvenir... ¡Salvado!

Al cabo de dos años, Aguirre abandonó el paranoico teletipo de la France Presse. La empresa marchaba sobre rieles, perfectamente organizada, sin necesidad de su dirección. Lo que seguía era la rutina, cobrar el sueldo. Pero la rutina para Aguirre es mortal, la antesala de la muerte.

Se retiró para fundar una nueva empresa. Esta vez una librería y una editorial para publicar a sus amigos, por su cuenta y riesgo. La inmortalizó con su nombre. Se llama librería y Ediciones Aguirre. La suya no es una cacharrería de libros, sino un centro de cultura. Allí se reúnen intelectuales y parásitos, a charlar sobre literatura, más en broma que en serio, pues el dueño, como cualquier escéptico respetable, es un ironista.

De vez en cuando por rebeldía y en forma gratis, ejerce de abogado defensor en causas peligrosas y perdidas. El fue un tiempo el defensor de oficio de los nadaístas, a quienes metían al cepo por irrespeto al sentimiento religioso de los antioqueños, o por vagancia, o por marihuana, o por “cantinazo”. Y no sólo nos rescataba de la prisión por amor al arte, sino que a la salida nos ofrecía un espléndido homenaje para celebrar nuestra libertina libertad.

Estos triunfos jurídicos lo emocionaban hasta el delirio, no por solidaridad con las truhanerías de nuestra generación, sino por joder a los antioqueños, por repulsión a esa moral de mostrador que exhiben los paisas, y de la cual los nadaístas nos sentíamos hijos bastardos y calaveras, a mucho honor.

Como Aguirre es un espíritu de sensibilidad socialista, tomó sobre sus hombros, como una cruz, la causa del atroz genocidio de Santa Bárbara, donde el Ejército asesinó a sangre fría a una inerme masa de trabajadores del cemento para defender los sagrados valores del capitalismo, con un saldo de veintiocho muertos.

A ese crimen oficial ha consagrado la más densa y apasionada investigación, desde el punto de vista jurídico, humano y social, sin muchas esperanzas de que la justicia cojea, pero no llega.

Pienso que, a pesar de todo, su esfuerzo no será en vano, pues el fervor que ha puesto en esta causa de los pobres y los muertos podría ser un formidable documento si el doctor Aguirre trasladara esos testimonios de valor jurídico al lenguaje de la literatura. Algo semejante, aunque con diferente temática y perspectiva, a lo que realizó en Estados Unidos Truman Capote, al convertir un extraño crimen en su apasionante novela A sangre fría.

Aprovecho esta ocasión para sugerirle al editor Aguirre que nos relate en su prosa seca, realista, con la sinceridad y el coraje que lo caracterizan, los episodios ignominiosos y sangrientos del horrendo crimen de Santa Bárbara. Esa sí que sería una patética acusación a nuestra clase dirigente que en los últimos años ha heredado y usufructuado el poder, no para ejercerlo en favor del pueblo, sino contra él.

Algo más sobre su personalidad: es autoritario, dominante. Nació para ser jefe. Terco, dogmático, apasionado en sus ideas. Nunca cede a las razones contrarias. Liquida las discusiones con un silencio indiferente, o con una risita nazi que oculta sobándose su bigote prusiano.

Ordenado y metódico en sus empresas, lógico como un cerebro electrónico. En todo lo que hace triunfa. Esto no quita que en la calle, en el bar, en la amistad, sea un idealista y un romántico.

Posee una virtud admirable: cada que triunfa tira los laureles y se embarca en nuevas aventuras. No se deja coronar por la frágil gloria de adormidera que se ciñen los hombres mezquinos. Le interesa más la lucha que la gloria. Paradójicamente, en él la victoria equivale a una especie de fracaso, de muerte para el espíritu. Abandona la meta al conquistarla. Esto revela su espíritu creador, combativo, inconformista. Nada lo apacigua, excepto la lucha; nada lo sacia sino la sed. Le interesa menos la cosecha, y más la siembra.

En él identifico, por eso, las grandes, las puras, las épicas virtudes de la raza antioqueña, tan degradadas por el folclorismo cultural de barbera y alpargatas, y que no son más que símbolos decadentes de degeneración del espíritu antioqueño, exaltado por literatos provincianos estilo Mejía VaIlejo, para quienes el bobo de Jericó es un personaje de novela de vanguardia, en esta época en que los hombres jinetean sobre cohetes por los laberintos del cosmos. Da risa y lástima que los literatos antioqueños sigan escribiendo himnos a la arepa, al bambuco, a las orquídeas y al bobo de Jericó. Allá ellos con sus venerables tradiciones y sus templos de oro donde rezan con una fe utilitaria a dios Plutón...

Olvidaba decir que Alberto nació en Girardota, un pueblo caliente y aburrido que vive de un Cristo famoso que hace milagros, según dicen los peregrinos que viajan a pagar promesas y a pedir loterías. Mi madre, que en paz descanse, pasaba por allá los domingos a rezar por mi alma y a suplicar un empleo para mí. Pero el Cristo de Girardota que de todo tiene menos de bobo, se hacía el de la oreja mocha. El sí es milagroso, pero no tanto...

Antes dije que Alberto posee un espíritu dominante. Esta voluntad de dominio que se refleja en su bigote nietzscheano, la heredó de su padre Pedro Claver Aguirre (-), que fue gobernador de Antioquia en las épocas embanderadas de la Revolución en Marcha de Alfonso López. Alberto se paseaba con su padre por las plazas públicas en calidad de hijo del gobernador. La embriaguez del poder y los delirios de las muchedumbres dejaron una profunda huella en su espíritu adolescente. De esa nostalgia del poder conserva su temperamento autoritario y mandón. De las masas, su fervor por el pueblo, su solidaridad con los que sufren miseria y opresión, y esperan ser redimidos por un líder. Ese líder nunca será el doctor Alberto Aguirre, pues si él se dedicara a la política, sólo aceptaría ser dictador. Su primer acto de gobierno sería decretar el fin de la democracia. Por fortuna para la democracia, por Alberto sólo votarían dos personas: él y yo.

Se casó con Gloria López y tenía tres hijos la última vez que lo vi.

Le cedo la palabra al escritor Alberto Aguirre.

Lo único que influye de verdad en la vida de un hombre es una mujer.

Alberto Aguirre, defínase.

Imposible. Definir es fijar, y sólo se puede fijar lo que está detenido, acabado. La roca es definida. El hombre, en cambio, no puede ser fijado, porque es siempre una posibilidad de ser otra cosa. Pero hagamos el intento: soy un burgués irredento, es decir, arrepentido, pero no redimido.

¿Qué significa para usted el amor?

El amor no es un signo, no significa, no induce a un conocimiento. En amor toda teoría es una idiotez, y la psicología del amor no es más que una experiencia vicaria de gente más o menos impotente. Poeta: para mí el amor es la cosa más verraca del mundo.

¿Considera los celos una pasión indigna del amor?

En frío, los celos constituyen una manifestación de primitivismo. Pero sobre los celos nunca se da un pensamiento frío, riguroso. El hombre se complace en vivirlos. Ya en serio, nada más delicioso que morder a una mujer después de haber tenido la tentación de ahorcarla.

¿Llegaría, dado el caso, al extremo de cometer por amor un crimen pasional?

Mire, en este instante apenas tengo una mediana idea de lo que soy, pero ignoro lo que seré en el siguiente. Y no se puede premeditar la pasión. La pregunta resulta una auténtica adivinanza. Por lo cual, se la traslado al pitoniso Ebel Botero.

¿Cuáles son, en su orden, los cinco libros que más han influido en su vida. Los cinco pintores que más admira. Las cinco películas inolvidables?

No advierto en mí la influencia de ningún libro. Sobre un hombre no puede ejercer influencia un libro. Y los libros ni se escriben ni se leen con ese propósito. También las películas y las pinturas son cosas pasajeras, diversiones que producen apenas, en el mejor de los casos, un brillo fugaz. Otra cosa son los intelectuales, y sus preguntas, poeta, son también como para intelectuales. Al margen, nada más parecido a una reina de belleza que un intelectual: el gladiolo, la montaña mágica, la quinta sinfonía, el entierro del conde de Orgaz, lo que el viento se llevó, John Lennon...

Usted es muy exagerado, doctor Aguirre. Ni usted es reina de belleza, ni yo su coronador lírico. Para mí es innegable que los libros sí ejercen influencias, y muy profundas, en la vida y en el espíritu de un hombre. Usted por ejemplo, no sería lo que es, ni pensaría como piensa, si no fuera por la suma de sus lecturas y de sus experiencias culturales. Y lo prueba el hecho de que usted es un revolucionario porque está más de acuerdo, más “influido” por Marx que por el maestro Darío Echandía. ¿O no?

Poeta, oiga bien esto: lo único que influye de verdad en la vida de un hombre, es una mujer. Y yo siempre distingo al hombre del intelectual. Por eso le sugiero cambiar las tres preguntas por una: las cinco mujeres que más han influido en su vida, aunque sugiera levemente la poligamia.

Sí, de acuerdo en que una mujer es definitiva en la vida de un hombre. Yo siempre juzgo a un hombre por la mujer con quien se acuesta. Y casi nunca me equivoco. Por la forma de hablar de la mujer y hasta por su caminado, deduzco si el tipo es un imbécil o alguien respetable. Puedo preguntarle ¿de qué se siente orgulloso, fuera de su mujer?

De nada, todavía.

Entonces, ¿de qué se siente arrepentido?

Ya lo dije: de ser un burgués

¿Qué soñaba hacer con su vida hace veinte años?

Nada. El hombre, si quiere preservar sus posibilidades y mantenerse vivo, no hace proyectos, ni traza con cordel y con sueños caminos a seguir. La existencia es una opción, y al soñar un camino se suprime la opción y, con ello, se aniquila la condición humana. Solo hay que vivir despierto y abierto.

Querido Alberto, todo eso parece tan lógico que apesta al intelectualismo que tanto abomina. Unicamente quería saber cuál era ese sueño ingenuo, desdichado, que todos alentamos en la infancia. Yo, por ejemplo, quería ser el maquinista del ferrocarril del Bolombolo. Estoy casi seguro que usted soñaba ser emperador o Santo Padre.

Bueno, confieso que antes de los veinte años soñaba con ser presidente de la república, pero aún no tenía uso de razón.

Eso no era un sueño, mi querido Alberto, sino una pesadilla. Lo felicito por haber despertado tan a tiempo. ¿Qué importancia tiene para usted la soledad?

En esta sociedad mezquina y apolillada, la soledad es la única posibilidad de existencia.

Aun así, ¿no cree que la soledad implica una serie de riesgos, de peligros?

Por supuesto. Quien vive la soledad bordea el peligro de la amargura y el misticismo. Y a esas cosas es preferible la gerencia de Fabricato. Pero se evaden esos peligros: gerencia, misticismo, amargura, haciendo que la soledad irradie hacia la creación.

¿Cuál es el escritor que más lo ha perjudicado?

Otra pregunta como para reina de belleza, o para intelectual puro. Ya dije que los libros no influyen en el hombre. Y que conste que soy librero, editor, lector. Pero olvidaba que sí hubo un escritor que me perjudicó, pero no como escritor sino como hombre. Harina de otro costal.

¿A qué personalidad del mundo le habría gustado conocer?

Conocí a Manolete y a Daniel Santos. Me declaro satisfecho.

Cite la frase que más admira.

Me da vergüenza confesarlo, pero sí tengo la frase que más admiro: “Que cada paso sea una meta sin dejar de ser un paso”. Es de Goethe (Aquí entre nos, Gonzalo, la leí en Selecciones).

¿Con quién no le gustaría encontrarse en el cielo?

Con tanta gente, poeta, que si no están en el cielo no cabrían en ninguna otra parte. De cuántas páginas dispone para hacerle la lista?

Diga unos diez nombres, los principales.

Prefiero hacerlo por gremios, en vista de la limitación: no me gustaría encontrarme con los intelectuales, con los policías, con los gobernadores, con los gerentes, con los dentistas, con los presidentes, con las reinas de belleza, con los astrólogos, con los gringos, con los burócratas, con los académicos, con los opus-dei, con el opus-night y con el doctor Julio César Turbay Ayala. Mejor vámonos para otra parte.

¿Iría a una guerra para defender sus convicciones?

Ese “iría”, en pospretérito vago e indefinido, se nos está convirtiendo día a día en un terrible y comprometedor “irá”. El pospretérito es el reino del intelectual; el futuro es el tiempo del hombre. Me temo que no quedará más remedio que ir a la guerra para defender los ideales del hombre.

¿Cuál es el mito que más detesta?

En esto no puede haber grados: todos a una. La sociedad burguesa vive a horcajadas sobre mitos y son ellos el instrumento de su predominio sobre las otras clases. Porque todos los mitos generan temor, y por el miedo se somete al hombre. Cuando se aspira a construir una sociedad que respete la dignidad humana, es preciso odiar los mitos y tratar de destruirlos. Porque no basta el odio. Eso es lo negativo y la amargura. Así, en la desmistificación hay una gran alegría creadora.

Según su criterio, ¿cuál es el mito que más falsifica la dignidad humana?

El mito de la cultura —blanco del nadaísmo—, es una de las aberraciones mayores. Pero, ¿cómo dejar en lugar secundario el mito religioso, el de la ganancia, el de la virginidad, el de la inteligencia, el del señorío, el de la democracia? Son tantos, que nublan la vida.

Usted acaba de mencionar el nadaísmo como un movimiento que desmistifica los mitos de la cultura. Quisiera preguntarle, más concretamente, ¿en qué radica para usted la importancia del nadaísmo como generación?

Primero, un poquito de historia: los primeros pesos para publicar el manifiesto nadaísta, hace ocho años, los puse yo. Por eso y otras cositas, soy el padre putativo del nadaísmo. No asustarse, señoras, putativo equivale a supuesto. En realidad, el nadaísmo no tiene padre, pues si lo tuviera, sería hijo, y ser hijo es una desgracia. Hay que reconocer que el nadaísmo le pegó una sacudida a esta sociedad chapada, gris y colonial. Al arremeter contra el mito de la cultura cumplió, radicalmente, una tarea política revolucionaria, aunque no se lo hubiera propuesto en forma deliberada. Ese es su valor histórico positivo.

¿Y el negativo? ¿Qué le criticaría hoy al nadaísmo?

Poeta: ¿jura que me publica el reportaje y la fotico, cualquiera que sea la respuesta?

Sí juro.

Bien. Gracias, y tranquilo. El nadaísmo, como ya dije, tuvo el valor de un emoliente. Pero se ha quedado en eso, en purgante. Y sus actitudes de desafío y negación, al estereotiparse, se han tornado caricatura. El nadaísmo está en peligro hoy de convertirse en una simple excrecencia de la burguesía, haciendo, no frente a ella sino como su apéndice, el papel del bufón. Con lo cual el nadaísmo resultaría hijo de la burguesía.

(Quizás exista ese peligro, en una forma que no es muy consciente para nosotros los nadaístas. Pero no estoy de acuerdo con sus tesis. Lo que pasa es que ustedes no nos perdonan que ya no nos metan a la cárcel por estar más o menos responsablemente creando la nueva poesía, la nueva pintura, la nueva novela, la nueva música, el nuevo arte de vivir, y que algunos de nosotros, desesperadamente enamorados, hayamos cometido el “abominable” acto burgués de casarnos. Esto condiciona otras costumbres, otra forma de vida, como por ejemplo escribir este reportaje para pagar un arriendo, en vez de estar fumando marihuana y bebiendo aguardiente en el bar metropol, por cuenta suya, mi querido Alberto. Piense en lo que era nuestra generación hace apenas cinco años cuando usted nos sacaba de La Ladera por apaches, vagos y atracadores. Y piense en la generación de escritores y artistas que hoy representan al nadaísmo en el país y en el exterior, por el único mérito de su trabajo, es decir, por cambiar la mesa del bar por el escritorio. ¿Usted qué prefiere? Yo no sé, pero nosotros hemos elegido la soledad del escritorio, aunque esto te parezca un lujo burgués, por el cual ya no nos meten a la cárcel, ni te dan el placer masoquista de ponernos en libertad. Pero esto, como dices, es harina de otro costal.)

Mejor que pasemos a otro tema: ¿qué justifica su vicia? ¿Para quién es usted necesario?

Mi vida no se justificaría por el hecho de ser necesario a alguien. De hecho, mi necesidad radica y culmina en mi propia existencia. Esto no lleva necesariamente al egoísmo. Por el contrario, al romper el trascendentalismo de la propia importancia: la fábrica, el hogar, los niñitos, el plan quinquenal, etc., el hombre queda livianito, pronto a volcarse en la auténtica confraternidad. En estas tareas de fraternidad humana, desembarazado ya del mito de la necesidad subjetiva, el hombre puede encontrar la justificación de su existencia. Y esa es hoy mi esperanza.

¿Dispararía un fusil para defender ideales como la justicia, la paz, la libertad?

Habrá que disparar un fusil, y ya se oyen detonaciones en muchas partes, para defender eso de la justicia, la paz, la libertad, no como ideales flotantes en cabeza de intelectuales, sino como realidades para hombres de carne y hueso.

Entonces, si estallara mañana la guerra atómica, ¿qué haría hoy?

Antes de que estalle me voy a leer el último libro de Mejía Vallejo.

Sentido pésame (no por leer a Manuel, sino por su muerte). Escriba su epitafio.

Pensar en epitafios es pensar en la inmortalidad, y con los mitos andamos desafectos. Qué tal un epitafio como este que está en un cementerio de Boyacá: “Aquí yace Virgelina Cipagauta, la perdió su novio cuando tenía dieciséis años”. Las lápidas quedarán como último refugio de las greguerías.

¿Qué es lo que más admira de Rusia?

La educación al alcance de todo individuo, intensa, gratuita y real, desde el kínder hasta la universidad; la eliminación de la prostitución y el alcoholismo; la audiencia multitudinaria para los poetas; la extensión popular de la cultura; la reducción radical de la delincuencia; la escasez de automóviles particulares; la ausencia total de publicidad; la desaparición del esnobismo cultural; la responsabilidad social de escritores y artistas; la carencia de juegos como el 5 y 6 y el Totogol; el reconocimiento a la dignidad humana de la mujer.

¿Qué es lo que más abomina del comunismo?

Cierta tendencia al burocratismo de estado.

Doctor Aguirre: ¿a qué se dedicará después de muerto?

A reventar espalda.

Y como usted se va a ir al infierno, según me dijo en La Ceja Monseñor Henao Botero, ¿qué piensa pedirle al diablo?

Pues que no me devuelva.

Que Dios lo oiga, doctor Aguirre, y muchos recuerdos a Marx y a Sangre Negra.
 
Foto tomada de la Revista SOHO e intervenida por Bunkerglo. Entrevista tomada del  sitio web del escritor Gonzalo Arango.

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