Discurso pronunciado por Pablo Nerúda con ocasión de la entrega del
Premio Nobel de Literatura 1971
Mi discurso será una larga travesía, un viaje mío
por regiones, lejanas y antípodas, no por eso menos semejantes al paisaje y a
las soledades del norte. Hablo del extremo sur de mi país. Tanto y tanto nos
alejamos los chilenos hasta tocar con nuestros límites el Polo Sur, que nos
parecemos a la geografía de Suecia, que roza con su cabeza el norte nevado del
planeta.
Por allí, por aquellas extensiones de mi patria
adonde me condujeron acontecimientos ya olvidados en sí mismos, hay que
atravesar, tuve que atravesar los Andes buscando la frontera de mi país con
Argentina. Grandes bosques cubren como un túnel las regiones inaccesibles y
como nuestro camino era oculto y vedado, aceptábamos tan sólo los signos más
débiles de la orientación.
No había huellas, no existían senderos y con mis cuatro compañeros a caballo buscábamos en ondulante cabalgata -eliminando los obstáculos de poderosos árboles, imposibles ríos, roqueríos inmensos, desoladas nieves, adivinando más bien el derrotero de mi propia libertad. Los que me acompañaban conocían la orientación, la posibilidad entre los grandes follajes, pero para saberse más seguros montados en sus caballos marcaban de un machetazo aquí y allá las cortezas de los grandes árboles dejando huellas que los guiarían en el regreso, cuando me dejaran solo con mi destino. Cada uno avanzaba embargado en aquella soledad sin márgenes, en aquel silencio verde y blanco, los árboles, las grandes enredaderas, el humus depositado por centenares de años, los troncos semi-derribados que de pronto eran una barrera más en nuestra marcha. Todo era a la vez una naturaleza deslumbradora y secreta y a la vez una creciente amenaza de frío, nieve, persecución. Todo se mezclaba: la soledad, el peligro, el silencio y la urgencia de mi misión. A veces seguíamos una huella delgadísima, dejada quizás por contrabandistas o delincuentes comunes fugitivos, e ignorábamos si muchos de ellos habían perecido, sorprendidos de repente por las glaciales manos del invierno, por las tormentas tremendas de nieve que, cuando en los Andes se descargan, envuelven al viajero, lo hunden bajo siete pisos de blancura.
No había huellas, no existían senderos y con mis cuatro compañeros a caballo buscábamos en ondulante cabalgata -eliminando los obstáculos de poderosos árboles, imposibles ríos, roqueríos inmensos, desoladas nieves, adivinando más bien el derrotero de mi propia libertad. Los que me acompañaban conocían la orientación, la posibilidad entre los grandes follajes, pero para saberse más seguros montados en sus caballos marcaban de un machetazo aquí y allá las cortezas de los grandes árboles dejando huellas que los guiarían en el regreso, cuando me dejaran solo con mi destino. Cada uno avanzaba embargado en aquella soledad sin márgenes, en aquel silencio verde y blanco, los árboles, las grandes enredaderas, el humus depositado por centenares de años, los troncos semi-derribados que de pronto eran una barrera más en nuestra marcha. Todo era a la vez una naturaleza deslumbradora y secreta y a la vez una creciente amenaza de frío, nieve, persecución. Todo se mezclaba: la soledad, el peligro, el silencio y la urgencia de mi misión. A veces seguíamos una huella delgadísima, dejada quizás por contrabandistas o delincuentes comunes fugitivos, e ignorábamos si muchos de ellos habían perecido, sorprendidos de repente por las glaciales manos del invierno, por las tormentas tremendas de nieve que, cuando en los Andes se descargan, envuelven al viajero, lo hunden bajo siete pisos de blancura.
A cada lado de la huella contemplé, en aquella
salvaje desolación, algo como una construcción humana. Eran trozos de ramas
acumulados que habían soportado muchos inviernos, vegetal ofrenda de centenares
de viajeros, altos cúmulos de madera para recordar a los caídos, para hacer
pensar en los que no pudieron seguir y quedaron allí para siempre debajo de las
nieves. También mis compañeros cortaron con sus machetes las ramas que nos
tocaban las cabezas y que descendían sobre nosotros desde la altura de las
coníferas inmensas, desde los robles cuyo último follaje palpitaba antes de las
tempestades del invierno. Y también yo fui dejando en cada túmulo un recuerdo,
una tarjeta de madera, una rama cortada del bosque para adornar las tumbas de
uno y otro de los viajeros desconocidos.
Teníamos que cruzar un río. Esas pequeñas
vertientes nacidas en las cumbres de los Andes se precipitan, descargan su
fuerza vertiginosa y atropelladora, se tornan en cascadas, rompen tierras y
rocas con la energía y la velocidad que trajeron de las alturas insignes: pero
esa vez encontramos un remanso, un gran espejo de agua, un vado. Los caballos
entraron, perdieron pie y nadaron hacia la otra ribera. Pronto mi caballo fue
sobrepasado casi totalmente por las aguas, yo comencé a mecerme sin sostén, mis
pies se afanaban al garete mientras la bestia pugnaba por mantener la cabeza al
aire libre. Así cruzamos. Y apenas llegados a la otra orilla, los baqueanos,
los campesinos que me acompañaban me preguntaron con cierta sonrisa:
¿Tuvo
mucho miedo?
Mucho.
Creí que había llegado mi última hora, dije.
Íbamos detrás de usted con el lazo en la mano me
respondieron. -Ahí mismo –agregó uno de ellos– cayó mi padre y lo arrastró la
corriente. No iba a pasar lo mismo con usted. Seguimos hasta entrar en un túnel
natural que tal vez abrió en las rocas imponentes un caudaloso río perdido, o
un estremecimiento del planeta que dispuso en las alturas aquella obra, aquel
canal rupestre de piedra socavada, de granito, en el cual penetramos. A los
pocos pasos las cabalgaduras resbalaban, trataban de afincarse en los desniveles
de piedra, se doblegaban sus patas, estallaban chispas en las herraduras: más
de una vez me vi arrojado del caballo y tendido sobre las rocas. La cabalgadura
sangraba de narices y patas, pero proseguimos empecinados el vasto, el
espléndido, el difícil camino.
Algo nos esperaba en medio de aquella selva
salvaje. Súbitamente, como singular visión, llegamos a una pequeña y esmerada
pradera acurrucada en el regazo de las montañas: agua clara, prado verde,
flores silvestres, rumor de ríos y el cielo azul arriba, generosa luz ininterrumpida
por ningún follaje.
Allí nos detuvimos como dentro de un círculo
mágico, como huéspedes de un recinto sagrado: y mayor condición de sagrada tuvo
aun la ceremonia en la que participé. Los vaqueros bajaron de sus cabalgaduras.
En el centro del recinto estaba colocada, como en un rito, una calavera de
buey. Mis compañeros se acercaron silenciosamente, uno por uno, para dejar unas
monedas y algunos alimentos en los agujeros de hueso. Me uní a ellos en aquella
ofrenda destinada a toscos Ulises extraviados, a fugitivos de todas las raleas
que encontrarían pan y auxilio en las órbitas del toro muerto. Pero no se
detuvo en este punto la inolvidable ceremonia. Mis rústicos amigos se
despojaron de sus sombreros e iniciaron una extraña danza, saltando sobre un
solo pie alrededor de la calavera abandonada, repasando la huella circular
dejada por tantos bailes de otros que por allí cruzaron antes. Comprendí
entonces de una manera imprecisa, al lado de mis impenetrables compañeros, que
existía una comunicación de desconocido a desconocido, que había una solicitud,
una petición y una respuesta aún en las más lejanas y apartadas soledades de
este mundo.
Más lejos, ya a punto de cruzar las fronteras que
me alejarían por muchos años de mi patria, llegamos de noche a las últimas
gargantas de las montañas. Vimos de pronto una luz encendida que era indicio
cierto de habitación humana y, al acercarnos, hallamos unas desvencijadas
construcciones, unos destartalados galpones al parecer vacíos. Entramos a uno
de ellos y vimos, al calor de la lumbre, grandes troncos encendidos en el
centro de la habitación, cuerpos de árboles gigantes que allí ardían de día y
de noche y que dejaban escapar por las hendiduras del techo ml humo que vagaba
en medio de las tinieblas como un profundo velo azul. Vimos montones de quesos
acumulados por quienes los cuajaron a aquellas alturas. Cerca del fuego,
agrupados como sacos, yacían algunos hombres. Distinguimos en el silencio las
cuerdas de una guitarra y las palabras de una canción que, naciendo de las
brasas y la oscuridad, nos traía la primera voz humana que habíamos topado en
el camino. Era una canción de amor y de distancia, un lamento de amor y de
nostalgia dirigido hacia la primavera lejana, hacia las ciudades de dónde
veníamos, hacia la infinita extensión de la vida.
Ellos ignoraban quiénes éramos, ellos nada sabían
del fugitivo, ellos no conocían mi poesía ni mi nombre. O lo conocían, nos
conocían? El hecho real fue que junto a aquel fuego cantamos y comimos, y luego
caminamos dentro de la oscuridad hacia unos cuartos elementales. A través de
ellos pasaba una corriente termal, agua volcánica donde nos sumergimos, calor
que se desprendía de las cordilleras y nos acogió en su seno.
Chapoteamos gozosos, cavándonos, limpiándonos el
peso de la inmensa cabalgata. Nos sentimos frescos, renacidos, bautizados,
cuando al amanecer emprendimos los últimos kilómetros de jornadas que me
separarían de aquel eclipse de mi patria. Nos alejamos cantando sobre nuestras
cabalgaduras, plenos de un aire nuevo, de un aliento que nos empujaba al gran
camino del mundo que me estaba esperando. Cuando quisimos dar (lo recuerdo
vivamente) a los montañeses algunas monedas de recompensa por las canciones,
por los alimentos, por las aguas termales, por el techo y los lechos, vale
decir, por el inesperado amparo que nos salió al encuentro, ellos rechazaron
nuestro ofrecimiento sin un ademán. Nos habían servido y nada más. Y en ese
"nada más" en ese silencioso nada más había muchas cosas subentendidas,
tal vez el reconocimiento, tal vez los mismos sueños.
Señoras y
Señores:
Yo no aprendí en los libros ninguna receta para la
composición de un poema: y no dejaré impreso a mi vez ni siquiera un consejo,
modo o estilo para que los nuevos poetas reciban de mí alguna gota de supuesta
sabiduría. Si he narrado en este discurso ciertos sucesos del pasado, si he
revivido un nunca olvidado relato en esta ocasión y en este sitio tan
diferentes a lo acontecido, es porque en el curso de mi vida he encontrado
siempre en alguna parte la aseveración necesaria, la fórmula que me aguardaba,
no para endurecerse en mis palabras sino para explicarme a mí mismo.
En aquella larga jornada encontré las dosis
necesarias a la formación del poema. Allí me fueron dadas las aportaciones de
la tierra y del alma. Y pienso que la poesía es una acción pasajera o solemne
en que entran por parejas medidas la soledad y la solidaridad, el sentimiento y
la acción, la intimidad de uno mismo, la intimidad del hombre y la secreta revelación
de la naturaleza. Y pienso con no menor fe que todo está sostenido -el hombre y
su sombra, el hombre y su actitud, el hombre y su poesía en una comunidad cada
vez más extensa, en un ejercicio que integrará para siempre en nosotros la
realidad y los sueños, porque de tal manera los une y los confunde. Y digo de
igual modo que no sé, después de tantos años, si aquellas lecciones que recibí
al cruzar un vertiginoso río, al bailar alrededor del cráneo de una vaca, al
bañar mi piel en el agua purificadora de las más altas regiones, digo que no sé
si aquello salía de mí mismo para comunicarse después con muchos otros seres, o
era el mensaje que los demás hombres me enviaban como exigencia o
emplazamiento. No sé si aquello lo viví o lo escribí, no sé si fueron verdad o
poesía, transición o eternidad los versos que experimenté en aquel momento, las
experiencias que canté más tarde.
De todo ello, amigos, surge una enseñanza que el
poeta debe aprender de los demás hombres. No hay soledad inexpugnable. Todos los
caminos llevan al mismo punto: a la comunicación de lo que somos. Y es preciso
atravesar la soledad y la aspereza, la incomunicación y el silencio para llegar
al recinto mágico en que podemos danzar torpemente o cantar con melancolía; más
en esa danza o en esa canción están consumados los más antiguos ritos de la
conciencia: de la conciencia de ser hombres y de creer en un destino común.
En verdad, si bien alguna o mucha gente me
consideró un sectario, sin posible participación en la mesa común de la amistad
y de la responsabilidad, no quiero justificarme, no creo que las acusaciones ni
las justificaciones tengan cabida entre los deberes del poeta. Después de todo,
ningún poeta administró la poesía, y si alguno de ellos se detuvo a acusar a
sus semejantes, o si otro pensó que podría gastarse la vida defendiéndose de
recriminaciones razonables o absurdas, mi convicción es que sólo la vanidad es
capaz de desviarnos hasta tales extremos. Digo que los enemigos de la poesía no
están entre quienes la profesan o resguardan, sino en la falta de concordancia
del poeta. De ahí que ningún poeta tenga más enemigo esencial que su propia
incapacidad para entenderse con los más ignorados y explotados de sus
contemporáneos; y esto rige para todas las épocas y para todas las tierras.
El poeta no es un "pequeño dios". No, no
es un "pequeño dios". No está signado por un destino cabalístico
superior al de quienes ejercen otros menesteres y oficios. A menudo expresé que
el mejor poeta es el hombre que nos entrega el pan de cada día: el panadero más
próximo, que no se cree dios. Él cumple su majestuosa y humilde faena de
amasar, meter al horno, dorar y entregar el pan de cada día, con una obligación
comunitaria. Y si el poeta llega a alcanzar esa sencilla conciencia, podrá también
la sencilla conciencia convertirse en parte de una colosal artesanía, de una
construcción simple o complicada, que es la construcción de la sociedad, la
transformación de las condiciones que rodean al hombre, la entrega de la
mercadería: pan, verdad, vino, sueños. Si el poeta se incorpora a esa nunca
gastada lucha por consignar cada uno en manos de los otros su ración de
compromiso, su dedicación y su ternura al trabajo común de cada día y de todos
los hombres, el poeta tomará parte en el sudor, en el pan, en el vino, en el
sueño de la humanidad entera. Sólo por ese camino inalienable de ser hombres
comunes llegaremos a restituirle a la poesía el anchuroso espacio que le van
recortando en cada época, que le vamos recortando en cada época nosotros
mismos.
Los errores que me llevaron a una relativa verdad,
y las verdades que repetidas veces me condujeron al error, unos y otras no me
permitieron -ni yo lo pretendí nunca- orientar, dirigir, enseñar lo que se
llama el proceso creador, los vericuetos de la literatura. Pero sí me di cuenta
de una cosa: de que nosotros mismos vamos creando los fantasmas de nuestra
propia mitificación. De la argamasa de lo que hacemos, o queremos hacer, surgen
más tarde los impedimentos de nuestro propio y futuro desarrollo. Nos vemos
indefectiblemente conducidos a la realidad y al realismo, es decir, a tomar una
conciencia directa de lo que nos rodea y de los caminos de la transformación, y
luego comprendemos, cuando parece tarde, que hemos construido una limitación
tan exagerada que matamos lo vivo en vez de conducir la vida a desenvolverse y
florecer. Nos imponemos un realismo que posteriormente nos resulta más pesado
que el ladrillo de las construcciones, sin que por ello hayamos erigido el
edificio que contemplábamos como parte integral de nuestro deber. Y en sentido
contrario, si alcanzamos a crear el fetiche de lo incomprensible (o de lo
comprensible para unos pocos), el fetiche de lo selecto y de lo secreto, si
suprimimos la realidad y sus degeneraciones realistas, nos veremos de pronto
rodeados de un terreno imposible, de un tembladeral de hojas, de barro, de
libros, en que se hunden nuestros pies y nos ahoga una incomunicación opresiva.
En cuanto a nosotros en particular, escritores de
la vasta extensión americana, escuchamos sin tregua el llamado para llenar ese
espacio enorme con seres de carne y hueso. Somos conscientes de nuestra
obligación de pobladores y -al mismo tiempo que nos resulta esencial el deber
de una comunicación critica en un mundo deshabitado y, no por deshabitado menos
lleno de injusticias, castigos y dolores, sentimos también el compromiso de
recobrar los antiguos sueños que duermen en las estatuas de piedra, en los antiguos
monumentos destruidos, en los anchos silencios de pampas planetarias, de selvas
espesas, de ríos que cantan como sueños. Necesitamos colmar de palabras los
confines de un continente mudo y nos embriaga esta tarea de fabular y de
nombrar. Tal vez ésa sea la razón determinante de mi humilde caso individual: y
en esa circunstancia mis excesos, o mi abundancia, o mi retórica, no vendrían a
ser sino actos, los más simples, del menester americano de cada día. Cada uno
de mis versos quiso instalarse como un objeto palpable: cada uno de mis poemas
pretendió ser un instrumento útil de trabajo: cada uno de mis cantos aspiró a
servir en el espacio como signos de reunión donde se cruzaron los caminos, o
como fragmento de piedra o de madera con que alguien, otros que vendrán, pudieran
depositar los nuevos signos.
Extendiendo estos deberes del poeta, en la verdad o
en el error, hasta sus últimas consecuencias, decidí que mi actitud dentro de
la sociedad y ante la vida debía ser también humildemente partidaria. Lo decidí
viendo gloriosos fracasos, solitarias victorias, derrotas deslumbrantes.
Comprendí, metido en el escenario de las luchas de América, que mi misión
humana no era otra sino agregarme a la extensa fuerza del pueblo organizado,
agregarme con sangre y alma, con pasión y esperanza, porque sólo de esa
henchida torrentera pueden nacer los cambios necesarios a los escritores y a
los pueblos. Y aunque mi posición levantara o levante objeciones amargas o
amables, lo cierto es que no hallo otro camino para el escritor de nuestros
anchos y crueles países, si queremos que florezca la oscuridad, si pretendemos
que los millones de hombres que aún no han aprendido a leernos ni a leer, que
todavía no saben escribir ni escribirnos, se establezcan en el terreno de la dignidad
sin la cual no es posible ser hombres integrales.
Heredamos
la vida lacerada de los pueblos que arrastran un castigo de siglos, pueblos los
más edénicos, los más puros, los que construyeron con piedras y metales torres
milagrosas, alhajas de fulgor deslumbrante: pueblos que de pronto fueron
arrasados y enmudecidos por las épocas terribles del colonialismo que aún
existe.
Nuestras
estrellas primordiales son la lucha y la esperanza. Pero no hay lucha ni
esperanza solitarias. En todo hombre se juntan las épocas remotas, la inercia,
los errores, las pasiones, las urgencias de nuestro tiempo, la velocidad de la
historia. Pero, qué sería de mí si yo, por ejemplo, hubiera contribuido en
cualquiera forma al pasado feudal del gran continente americano? Cómo podría yo
levantar la frente, iluminada por el honor que Suecia me ha otorgado, si no me
sintiera orgulloso de haber tomado una mínima parte en la transformación actual
de mi país? Hay que mirar el mapa de América, enfrentarse a la grandiosa diversidad,
a la generosidad cósmica del espacio que nos rodea, para entender que muchos
escritores se niegan a compartir el pasado de oprobio y de saqueo que oscuros
dioses destinaron a los pueblos americanos.
Yo escogí
el difícil camino de una responsabilidad compartida y, antes de reiterar la
adoración hacia el individuo como sol central del sistema, preferí entregar con
humildad mi servicio a un considerable ejército que a trechos puede
equivocarse, pero que camina sin descanso y avanza cada día enfrentándose tanto
a los anacrónicos recalcitrantes como a los infatuados impacientes. Porque creo
que mis deberes de poeta no sólo me indicaban la fraternidad con la rosa y la
simetría, con el exaltado amor y con la nostalgia infinita, sino también con
las ásperas tareas humanas que incorporé a mi poesía.
Hace hoy
cien años exactos, un pobre y espléndido poeta, el más atroz de los
desesperados, escribió esta profecía: A l’aurore, armés d’une ardente patience,
nous entrerons aux splendides Villes. (Al amanecer, armados de una ardiente
paciencia entraremos en las espléndidas ciudades.)
Yo creo
en esa profecía de Rimbaud, el vidente. Yo vengo de una oscura provincia, de un
país separado de todos los otros por la tajante geografía. Fui el más
abandonado de los poetas y mi poesía fue regional, dolorosa y lluviosa. Pero
tuve siempre confianza en el hombre. No perdí jamás la esperanza. Por eso tal
vez he llegado hasta aquí con mi poesía, y también con mi bandera.
En
conclusión, debo decir a los hombres de buena voluntad, a los trabajadores, a
los poetas, que el entero porvenir fue expresado en esa frase de Rimbaud: solo
con una ardiente paciencia conquistaremos la espléndida ciudad que dará luz,
justicia y dignidad a todos los hombres.
Así la
poesía no habrá cantado en vano.
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