Ninguna economía es sólida si no hay paz, y ninguna paz será posible si no se tiene en cuenta la economía, y la paz tampoco está emparejada con el desarrollo es lo que plantea el suizo Iván Illich, "pensador y activista inclasificable" quien centró su trabajo e interés en el individuo, la sociedad y la ciencia.
"En esta exploración, la paz se revela como un
concepto totalitario que, desprendido del ethnos y del ethos particular de cada
pueblo, sirve para imponer una idea de progreso que pervierte los valores
básicos de la subsistencia, y que resulta el germen de muchas de las violencias
que padecemos hoy en día".
Cuando se creó la fundación asiática de investigaciones sobre la paz, aparentemente en 1974, fue invitado a ofrecer una Conferencia. Un texto que cobra actualidad en la Colombia de 2012.
Señor profesor Yoshikazu Sakamoto:
su invitación a inaugurar estas conferencias que señalan la fundación de la
Asian Peace Research Association constituye para mí a la vez un honor y una
prueba. Le agradezco su confianza, pero, al mismo tiempo, solicito su comprensión
ante mi ignorancia de las cosas del Japón. Es la primera vez que hablo en
público en un país cuya lengua no conozco.
Usted me pidió expresarme sobre un
tema que rehúye el uso moderno de ciertos términos de la lengua inglesa. En
nuestros días, muchas palabras clave se acuñan en esta lengua con el cuño de la
violencia. John Kennedy lanzó la guerra contra la pobreza; actualmente los
pacifistas conciben estrategias (en el sentido literal: planes de guerra) para
la paz. En esta lengua, configurada comúnmente para la agresión, debo hablarles
de recuperar un verdadero sentido de la paz, sin olvidar nunca que no conozco
nada de su lengua vernácula. Por eso, cada palabra que usaré me recordará la
dificultad de definir la paz. Me parece que la paz de cada pueblo es tan
distinta como su poesía. La traducción de la paz es pues una tarea tan ardua
como la traducción de la poesía.
La paz tiene un sentido diferente
en cada época y en cada atmósfera cultural. Algo que trató en un estudio el
profesor TakeshiIshida. Como él nos lo recuerda, en cualquier ambiente cultural
la paz reviste un significado diferente entre el centro y las márgenes. En el
centro se insiste en “mantener la paz”; en las márgenes la gente espera que “la
dejen en paz”. Este sentido último, la paz de la gente simple, la paz popular,
se perdió en el transcurso de los tres decenios llamados “del desarrollo”. He
aquí mi tesis central: bajo la máscara del desarrollo en todas partes del mundo
una guerra se lleva a cabo contra la paz popular. En las regiones desarrolladas
no queda casi nada de ella. Según yo, la condición primordial para que la gente
simple recupere su paz es que al desarrollo se le pongan unos límites que
nazcan de la “base”.
Desde siempre la cultura ha
impreso a la paz su significado. Cada ethnos –pueblo, comunidad, cultura– se ha
reflejado, expresado simbólicamente y reforzado por suethos de paz: mito,
legislación, diosa, ideal. La paz es tan vernácula como la palabra. En los
ejemplos elegidos por el profesor Ishida esta correspondencia entreethnos y
ethos aparece de manera extremadamente clara. Retomemos a los judíos:
consideremos al patriarca judío que, con los brazos levantados, bendice a su
familia y a su rebaño. Invoca el shalom, que traducimos con la palabra “paz”.
Ahí ve la gracia, que baja del cielo “como el aceite que desciende sobre la
barba de Arón”, Arón, el ancestro. Para el padre semita, la paz son las
bendiciones de la justicia que el único verdadero Dios vierte sobre las 12
tribus de pastores recientemente sedentarizados.
Para el judío, el ángel anuncia
shalom y no la paz romana. La paz romana significa algo completamente
diferente. Cuando el gobernador romano blande la enseña de sus legiones y la
planta en la tierra de Palestina, no eleva su mirada al cielo. La vuelve hacia
una ciudad muy lejana; impone la ley y el orden de esa ciudad. Aunque existen
en un mismo lugar y en un mismo tiempo, shalom y pax romana no tienen nada en
común.
En nuestra época ambos términos
han decaído. Shalom se retiró al reino privado de la religión, mientras que pax
invadió el mundo como “paz” –peace, pace–. A lo largo de dos milenios de uso
por las élites dirigentes, pax se volvió un polémico desván. Constantino la
explotó para transformar la cruz en ideología. Carlomango la usó para justificar
el genocidio de los sajones. Pax fue el término que usó Inocencio III para
someter la espada a la supremacía de la cruz. En los tiempos modernos, los
dirigentes la manipulan para mantener el control del partido sobre el ejército.
Invocada tanto por san Francisco de Asís como por Clemenceau, pax perdió los
límites de su significado. Se volvió un término sectario y proselitista, ya sea
que lo usen el estalishment o los disidentes, ya sea que los países del Este o
del Occidente se pretendan sus garantes legítimos.
La idea de pax tiene una historia
rica e interesante, aunque sólo se haya estudiado pobremente. Los historiadores
se han ocupado mucho más en llenar las bibliotecas con tratados sobre la guerra
y sus técnicas. Términos como huo’ping y shanti parecen tener hoy un sentido
relativamente relacionado con el de la antigua pax. Pero los separa un foso; no
son en absoluto comparables. El huo’ping de los chinos es la dulce y serena
armonía en el centro de la jerarquía del cielo, mientras que elshanti de los hindúes
evoca principalmente el despertar íntimo, personal, cósmico, no jerárquico. En
síntesis, no hay una “unidad” de la paz.
En un sentido concreto, la paz
pone al “yo” en el centro del “nosotros” correspondiente. Pero esta
correspondencia difiere de una atmósfera lingüística a otra. La paz fija el
sentido de la primera persona del plural. Al definir la forma del “nosotros”
exclusivo (el kami de las lenguas malayopolinesias), la paz es la base sobre la
que la gente del Pacífico emplea naturalmente el “nosotros” inclusivo (kita).
Ahí se encuentra una distinción gramatical completamente ajena a los europeos y
ausente de lapax occidental. El “nosotros” indiferenciado de la Europa moderna
es semánticamente agresivo. Por eso, la búsqueda asiática de la paz debe considerar
con gran circunspección la pax que no toma en cuenta el kita ni el adat (los
ámbitos de comunidad). Aquí, en el Extremo Oriente, debería ser más fácil que
en Occidente dar como fundamento de la búsqueda de la paz lo que es quizás su
axioma fundamental: la guerra tiende a volver semejantes las culturas, mientras
que la paz brinda la condición para que cada cultura florezca de manera propia
e incomparable. De ahí se sigue que la paz no se exporta; la transferencia la
corrompe inevitablemente. Tratar de exportar la paz es llevar la guerra. Cuando
la búsqueda de la paz olvida este truismo etnológico se transforma en
tecnología de la manutención de la paz: ya sea que se degrade en cualquier
forma de rearme moral, ya sea que gire perversamente hacia la polemología
(ciencia de la guerra) negativa de los estados mayores y de sus simuladores en
computadora.
La paz es una noción irreal,
puramente abstracta, si no se apoya en una realidad etnoantropológica. Pero
sería igualmente irreal si no tomáramos en cuenta su dimensión histórica. Hasta
tiempos relativamente recientes, la guerra no destruía completamente la paz; no
podía penetrar en todos sus niveles porque la continuación de las hostilidades
descansaba en la sobrevivencia de los cultivos de subsistencia que la proveían
de víveres. La guerra tradicional dependía de la perpetuación de la paz
popular. Muchos historiadores han olvidado este hecho, nos presentan la
historia como una sucesión de guerras. Éste era evidentemente el caso de los
historiadores antiguos, que tendían a narrar el surgimiento y la caída de los
poderosos. Pero, desafortunadamente, es también el caso de muchos especialistas
de la “nueva historia”, que quieren volverse reporteros que se mueven en el
campo de los que nunca surgieron, hablar en nombre de los vencidos, evocar las
figuras de los que desaparecieron. Con demasiada frecuencia los “nuevos
historiadores” se interesan más en la violencia que en la paz de los pobres.
Son ante todo los cronistas de resistencias, motines, insurrecciones, rebeliones
de esclavos, de campesinos, de minorías, de marginales; y, en los periodos más
recientes, de las luchas de clase de los proletarios y de las luchas de las
mujeres contra la discriminación.
En contraste con los historiadores
de los poderosos, los nuevos historiadores afrontan, con las culturas
populares, una tarea difícil. Los primeros, al hablar de las élites en el
poder, de las guerras que enfrentaban a los ejércitos, estudian los centros de
los ambientes culturales. Su documentación consiste en monumentos, decretos
grabados en piedra, correspondencias comerciales, autobiografías de reyes y
profundas huellas dejadas por los ejércitos en su marcha. Los historiadores que
estudian el campo de los vencidos no disponen de este tipo de pruebas. Hablan de
sujetos que, frecuentemente, desaparecieron de la faz de la tierra, de gente
cuyos restos fueron pisoteados por sus enemigos o llevados por el viento. Los
historiadores de los campesinos y de los nómadas, de la cultura pueblerina y de
la vida familiar, de las mujeres y de los bebés, casi no tienen huellas que
examinar. Deben reconstituir intuitivamente el pasado, escrutar los proverbios,
las adivinanzas o las canciones para encontrar algunos indicios. Con
frecuencia, las únicas piezas de archivo que han dejado los pobres, en
particular las mujeres, son las transcripciones de las deposiciones hechas por
las brujas y los malandrines bajo tortura, de sus declaraciones registradas por
los tribunales. La historia antropológica moderna (la historia de las culturas
populares, la “historia de las mentalidades”) tuvo que elaborar sus propias
técnicas para volver inteligibles estos vestigios disparatados.
Pero esta nueva historia tiende
con frecuencia a centrarse en las confrontaciones. Pinta a los débiles frente a
aquellos contra los que deben defenderse. Hace narraciones de resistencia y no
habla de la paz en los tiempos antiguos más que por implicación. El conflicto
vuelve comparables a los adversarios; simplifica el pasado; engendra la ilusión
de que lo que tuvo lugar antaño puede reportarse con el lenguaje que engloba
todo el lenguaje del siglo xx. Así, la guerra, que vuelve las culturas
semejantes, la usan los historiadores con mucha frecuencia como marco o
estructura de sus narraciones. Nos faltan desesperadamente verdaderas
investigaciones históricas sobre la paz, cuya historia es infinitamente más
diversa que la de la guerra.
Lo que actualmente calificamos
como investigación sobre la paz carece generalmente de perspectiva histórica.
El objeto de estos trabajos es la “paz” desprovista de sus componentes
culturales e históricos. Paradójicamente, la paz no se volvió un tema de
investigación universitaria hasta que se redujo a un equilibrio entre dos
potencias económicas soberanas cuyas transacciones postulan la escasez. Así, el
estudio se limita a explotar cuál puede ser la tregua menos violenta para
competidores comprometidos en un juego de suma cero. Como faros, los conceptos
de esta investigación sólo iluminan la escasez. Pero dejan en una espesa sombra
el gozo apacible de lo que no es escaso.
El postulado de la escasez es el
fundamento de la economía, y la ciencia económica es el estudio de los valores
en función de este postulado. Pero la escasez, y, por lo tanto, todo lo que
esta ciencia puede analizar significativamente, sólo ha tenido una importancia
muy relativa para la mayoría de los humanos durante la mayor parte de la
historia. Podemos seguir la huella de la propagación de la escasez en todos los
aspectos de la existencia; se encuentra en la civilización europea desde el
Medievo. Con el postulado, ampliado constantemente, de la escasez, la paz
adquiere un nuevo significado, sin precedente en ningún otro lugar con
excepción de Europa. La paz llega a significar la paxœconomica. La paxœconomica
es un equilibrio entre potencias estructuralmente “económicas”.
La historia de esta nueva realidad
merece nuestra atención. Y el proceso mediante el cual la paxœconomica
monopolizó el significado de la paz es particularmente importante. Es el primer
significado de la paz que obtuvo una acepción mundial. Un monopolio así no deja
de ser profundamente inquietante. Por ello, me propongo contrastar la
paxœconomica y la que le es opuesta y complementaria: la paz popular.
Desde la formación de la Organización de las Naciones Unidas, la paz se ha ligado progresivamente con el desarrollo –un acoplamiento que, hasta ese momento, habría sido impensable, y cuya novedad puede difícilmente ser aprehendida hoy por los que tienen menos de 40 años–. Esta curiosa situación es más inteligible para los que ya eran adultos –como es mi caso– al inicio del año 1949, el 29 de enero exactamente.
Ese día, el presidente de Estados Unidos, Harry Truman, anunció, durante su
discurso de toma de posesión, el programa de ayuda técnica a los países subdesarrollados
llamado Punto Cuatro. Entonces conocimos el “desarrollo” en su acepción actual.
Hasta ese momento sólo usábamos ese término en relación con las especies
animales o vegetales, con la valoración inmobiliaria o con las superficies en
geometría. Pero desde entonces pudo relacionarse con poblaciones, países y
estrategias económicas.
Menos de una generación después estábamos inundados de
varias teorías sobre el desarrollo. Éstas ya no son hoy más que simples
curiosidades para coleccionistas. Recordamos sin duda, no sin cierto malestar,
que se incitó a los generosos a hacer sacrificios en beneficio de una sucesión
de programas dirigidos a “elevar la ganancia por habitante”, a “alcanzar a los
países avanzados”, a “remontar la subordinación”. Y nos asombramos de las
numerosas cosas que se juzgaron dignas de exportarse: “la orientación
eficiente”, “el átomo para la paz”, “el empleo”, “lo eólico”; luego “los modos
de vivir alternativos” y “la autoasistencia” bajo el báculo de los
profesionales.
Estas incursiones teóricas se
produjeron en dos oleadas. Una llevó a los pragmáticos que se decían expertos y
promovían la libre empresa; la otra, a los aspirantes a políticos que alababan
que se “concientizara” a las poblaciones en la ideología extranjera. Los dos campos
estaban de acuerdo con el crecimiento. Preconizaban un aumento de la producción
y una elevación constante del consumo. Y cada campo de salvadores, con su secta
de expertos, siempre ligaba su propio programa de desarrollo con la paz. La paz
concreta, actualmente aparejada con el desarrollo, se volvió el objetivo por
excelencia. La búsqueda de la paz gracias al desarrollo hizo que el axioma se
volviera no susceptible de cuestionamiento. Quien se levantara contra el
crecimiento económico, no de una especie o de otra, sino en cuanto tal, corría
el riesgo de ser denunciado como un enemigo de la paz. Al mismo -Gandhi lo
vieron como a un romántico, un iluminado o un cerebro descompuesto. Aún peor,
sus enseñanzas se pervirtieron para fundar las seudoestrategias no violentas de
desarrollo. A su paz, también, se la ligó con el crecimiento. El khadi, esa
tela hilada y tejida a mano, se redefinió como un “artículo de consumo”, y la
no violencia como un arma económica. El postulado del economista, según el cual
los valores no merecen protegerse a menos que sean escasos, transformó la
paxœconomica en un peligro para la paz popular.
El aparejamiento de la paz y el
desarrollo vuelve difícil el cuestionamiento de este último. Según yo, este
cuestionamiento debería ser la primera tarea de la investigación sobre la paz.
Y no hay que ver un obstáculo en el hecho de que el desarrollo revista
significados diferentes según los pueblos y los grupos. Significa una cosa para
los directores de firmas multinacionales, otra para los ministros del pacto de
Varsovia, y otras más para los arquitectos del Nuevo Orden económico
internacional. Pero todos están de acuerdo con la necesidad del desarrollo, lo
que dio al concepto un nuevo estatuto. A causa de esta convergencia, el
desarrollo se volvió la condición de la continuación de los ideales de igualdad
y democracia heredados del siglo precedente, admitiendo que éstos se inscriben
en los límites trazados por el postulado de la escasez. Los debates sobre la
cuestión de “quién obtiene qué” habían tapado los costos inevitables inherentes
a cualquier desarrollo. Pero, en el transcurso de los años setenta, una parte
de esos costos se sacó a la luz. Algunas “verdades” evidentes repentinamente se
presentaron a discusión. Bajo el sello de la ecología, de los límites de los
recursos, de la toxicidad y del stress tolerables, se volvieron cuestiones
políticas. Sin embargo, hasta este momento la agresión brutal contra el valor
de uso del medio ambiente no ha sido suficientemente mostrada. Denunciar esta agresión
contra la subsistencia, que está implícita en cualquier crecimiento y que
enmascara la paxœconomica es, me parece, el deber primordial de una
investigación de base sobre la paz.
Tanto en la teoría como en la
práctica, cualquier desarrollo significa la transformación de culturas
orientadas hacia la subsistencia y su integración en un sistema económico. El
desarrollo conlleva siempre la expansión de una esfera puramente económica en
detrimento de las actividades ligadas con la subsistencia. Significa la
“desincrustación” progresiva de una esfera en la que la práctica del
intercambio presupone un juego de suma cero. Esta expansión se prosigue a costa
de todas las otras formas tradicionales de intercambio.
Así, el desarrollo implica siempre
una dependencia creciente en relación con bienes y servicios, que se perciben
como escasos. Crea necesariamente un medio en el que las condiciones de las
actividades de subsistencia se eliminaron y que, por este mismo proceso, se
transforma en recurso para la producción y la distribución de productos
mercantiles. El desarrollo impone pues inevitablemente la paxœconomica en
detrimento de todas las formas de la paz popular.
Para ilustrar la antinomia entre
paz popular y paxœconomica, me remontaré al Medievo en Europa. Que se me
entienda bien: no preconizo en absoluto un regreso al pasado. Cito esos tiempos
de antaño únicamente para ilustrar la oposición dinámica entre dos formas
complementarias de paz, ambas reconocidas clásicamente. Si escruto el pasado y
no tal o cual teoría sociológica es para no caer en el pensamiento utópico y
protegerme de las proyecciones. Contrariamente a los ideales y los planes, el
pasado no es algo que podría producirse eventualmente. Me permite considerar el
presente basándome en hechos. Examino el periodo medieval en Europa porque
hacia su final tomó forma una violenta paxœconomica. Y el remplazo de la paz
popular por su contrafalsificación mecánica –paxœconomica– es una de las
exportaciones de Europa.
En el siglo xii, pax no
significaba la ausencia de guerras entre los señores. La pax que la Iglesia o
el emperador querían garantizar no era, en su principio, la ausencia de
confrontaciones armadas entre los caballeros. Esta paz se dirigía a preservar a
los pobres y sus medios de subsistencia de la violencia de la guerra. Protegía
al campesino y al monje. Éste era el sentido de Gottesfrieden o de Landfrieden,
que protegían lugares y tiempos particulares. Por sanguinario que fuese el
conflicto entre los señores, la paz preservaba la cosecha futura y el ganado.
Salvaguardaba la reserva de granos, la semilla y el tiempo de la cosecha. De
manera general, la “paz de la tierra” salvaguardaba los valores de uso del
medio ambiente común contra las intrusiones armadas. Aseguraba el acceso al
agua y a los pastizales, a los bosques y a los animales para aquellos que no
tenían ninguna otra forma de asegurar su subsistencia. La “paz de la tierra”
era pues distinta de la tregua entre campos en guerra. En el Renacimiento se
perdió este significado de una paz enteramente destinada a preservar la
subsistencia.
Con el nacimiento del
Estado-nación surgió un mundo enteramente nuevo, que dio lugar a un nuevo
género de paz y a un nuevo género de violencia. Tanto su paz como su violencia
son igualmente distantes de todas las formas precedentes de paz y de violencia.
Mientras que la paz había significado la protección de la subsistencia mínima
que permitía alimentar las guerras entre señores, ahora la subsistencia era
víctima de una agresión, pretendidamente pacífica. Se volvía la presa de
mercados de bienes y servicios –mercados que se ampliaban–. Esa nueva especie
de paz conllevó la persecución de una utopía. La paz popular había protegido de
la aniquilación a comunidades auténticas aunque fueran precarias. Pero la nueva
paz se erigió sobre una noción abstracta. Está tallada a la medida del homo
œconomicus, el hombre universal, destinado naturalmente a vivir del consumo de
bienes que en otro lugar otros producen. Mientras que la pax populi había
protegido la autonomía vernácula, el medio ambiente en el que podía prosperar y
la variedad de las modalidades de su reproducción, la nueva paxœconomica
protege la producción.
Firma la agresión contra la cultura popular, los ámbitos
de comunidad y las mujeres.
En primer lugar, la paxœconomica
enmascara el postulado según el cual la gente se ha vuelto incapaz de
satisfacer por sí misma sus necesidades. Confiere a una nueva élite el poder de
que la sobrevivencia de todos los seres sea tributaria de su acceso a la
educación, a los servicios de salud, a la protección policiaca, a los departamentos
y a los supermercados. De muchas maneras inéditas, exalta al productor y
degrada al consumidor. La paxœconomica califica a los que subsisten por sí
mismos como “improductivos”, a los que son autónomos como “asociales”, a los
que tienen un modo de vida tradicional como “subdesarrollados”. Dicta la
violencia contra todas las costumbres locales que no se insertan en un juego de
suma cero.
En segundo lugar, la paxœconomica
promueve la violencia contra el medio ambiente. La nueva paz garantiza la impunidad:
el medio ambiente puede usarse como un recurso para ser explotado en visitas de
la producción de bienes mercantiles y como un espacio reservado para su
circulación. No sólo permite sino que anima la destrucción de los ámbitos de
comunidad, mientras la paz popular los había protegido. La paz popular
salvaguardaba el acceso del pobre a los pastizales y a los bosques así como al
uso público del camino y del río; reconocía a las viudas y a los mendigos
derechos excepcionales de uso del medio ambiente. La paxœconomica, por su
parte, define el medio ambiente como un recurso escaso que se reserva para un
empleo óptimo en vistas de la producción de mercancías y de las prestaciones de
los profesionales. Esto es lo que ha significado históricamente el desarrollo:
al cercar los pastizales señoriales, llegó a reservar las calles para la
circulación de los automóviles y a limitar los empleos deseables para los que
han cursado más de 12 años de escolaridad. El desarrollo siempre ha significado
la exclusión brutal de aquellos que querían sobrevivir sin depender del consumo
de valores de uso del medio ambiente. La paxœconomica alimenta la guerra contra
los ámbitos de comunidad.
En tercer lugar, la nueva paz
promueve una nueva forma de guerra entre los sexos. El paso de la batalla
tradicional por la dominación a esta nueva forma de guerra sin tregua es,
probablemente, el efecto secundario menos analizado del crecimiento económico.
Esta guerra, además, es una consecuencia obligada de lo que llaman el
crecimiento de las “fuerzas productivas”, proceso que implica un monopolio cada
vez más vasto del trabajo remunerado sobre todas las otras formas de actividad.
Esto también es una agresión. El monopolio del trabajo retribuido conlleva una
agresión contra un carácter común de todas las culturas que viven de la
autosubsistencia.
Aunque estas sociedades puedan ser tan diferentes unas de
otras como lo son Japón, Francia y las islas Fidji, tienen en común un rasgo
particular: todas las tareas relativas a la subsistencia se asignan
específicamente a uno u otro género, a los hombres o a las mujeres. Cierto, el
conjunto de faenas particulares que son necesarias y definidas culturalmente
varía de una sociedad a otra. Pero, en el abanico de los trabajos, cada
sociedad distribuye algunos de ellos a las mujeres, otros a los hombres, y lo
hace según un esquema propio. No hay dos culturas en las que la distribución de
tareas sea la misma. En cada cultura “crecer” significa, para los jóvenes,
crecer en habilidad en las actividades características ya sea del hombre o de
la mujer, en ese lugar preciso, y sólo allí. En las sociedades preindustriales,
ser un hombre o una mujer no es un rasgo secundario pegado a humanos
desprovistos de género. Es la característica fundamental de cada acción en sí misma.
Crecer no significa ser “educado”, sino formarse en la vida actuando como
hombre o como mujer. La paz dinámica entre los hombres y las mujeres reside
precisamente en esta división de las tareas materiales. No es que por lo tanto
haya igualdad entre ellos; pero así se fijan límites a la opresión mutua. Hasta
en ese terreno íntimo, la paz popular limita a la vez la guerra y la amplitud
de la dominación. La labor retribuida destruye esta contextura.
El trabajo industrial, el trabajo
productivo, se considera como un terreno neutro, y con frecuencia se vive como
tal. Se define como una actividad agenérica. Esto es cierto, ya sea retribuido
o no, ya sea que su ritmo esté determinado por la producción o el consumo. Pero
aunque el trabajo se considere como agenérico, el acceso a la actividad está
radicalmente modificado. Los hombres tienen acceso prioritariamente a los
empleos retribuidos que se consideran deseables y las mujeres reciben las
tareas que quedan. Originalmente, sólo las mujeres estaban obligadas al
“trabajo fantasma”, pero los hombres realizan cada vez más, ellos también, esta
labor no remunerada (y, por lo tanto, no contabilizada) que da a una mercancía
un valor añadido útil para su consumo, y cuyo ejemplo tipo son los trabajos
domésticos.
A causa de este carácter neutro del trabajo, el desarrollo promueve
inevitablemente una nueva forma de guerra entre los sexos, una competencia
entre seres teóricamente iguales cuya mitad sufre el handicap de su sexo.
Actualmente asistimos a una competencia por los empleos asalariados, que se han
vuelto escasos, y a una lucha para sustraerse al trabajo fantasma, que no es
retribuido ni capaz de contribuir a la subsistencia.
La paxœconomica protege un juego
de suma cero y le asegura un progreso sin obstáculos. Todos están obligados a
entrar en el juego y a aceptar las reglas delhomoœconomicus. A los que rehúsan
adaptarse al modelo dominante se les llama enemigos de la paz y son desterrados
o educados hasta que se conforman. Según las reglas del juego de suma cero, tanto
el medio ambiente como el trabajo humano son apuestas extrañas; lo que un
jugador gana, el otro lo pierde. Ahora la paz sólo responde a dos acepciones:
la del mito según el cual, por lo menos en economía, dos y dos un día darán
cinco, o la de la tregua y el atolladero. El desarrollo es el nombre que se da
a la expansión de este juego, a la incorporación de una cantidad cada vez mayor
de jugadores y sus recursos.
En consecuencia, el monopolio de lapaxœconomica
sólo puede ser implacable; y debe existir una forma de paz diferente de aquella
que está emparejada con el desarrollo. Hay que admitir que la paxœconomica no
está desprovista de ciertos valores positivos –las bicicletas se inventaron y
sus piezas desprendibles circulan en mercados diferentes de aquellos en los que
antaño se negociaba la pimienta–, y que la paz entre las potencias económicas
es por lo menos tan importante como la paz entre los señores de la guerra de
antaño. Pero el monopolio de esta paz “desde arriba” debe cuestionarse.
Formular esta apuesta es lo que me parece hoy la tarea fundamental de la
investigación sobre la paz.
Nota. Aunque el texto me lo envío el comunicador y realizador audiovisual, mi amigo Daniel Camargo, el mismo fue publicado en 2011 por la Revista mexicana Conspiratio 12, Ríos al Norte del Futuro. No conseguí identificar quien era el profesor Yoshikazu Sakamoto. La foto la tomé compartida de la Internet.
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