Yasunari Kawabata
Discurso al recibir el premio Nobel de Literatura en 1968
Traducción María Cristina Tsumura
En primavera, flores de cerezo;
en verano, el cuclillo.
En otoño, la luna, y en
Invierno, la nieve fría y transparente.
Luna de invierno, que vienes de las nubes
a hacerme compañía:
el viento es penetrante, la nieve, fría.
El primero de estos poemas es del monje Dogen
(1200-1253) y lleva como título Realidad innata (Honrai no Menmoku). El segundo
es del monje Myoe (1173-1232). Cuando me piden ejemplos de mi escritura
autógrafa, éstos son los poemas que elijo a menudo.
En el poema de Myoe hay una introducción,
inusualmente extensa y detallada, que pone de manifiesto el corazón del mismo,
y que bien podría ser llamada narración poética: "Era la noche del
duodécimo día del duodécimo mes del año [lunar] de 1224, con cielo nublado y
luna oscura. Yo estaba sentado en meditación zen en el Pabellón Kakyu. Cuando
llegó la hora de la vigilia de medianoche, al cabo de mi meditación, descendí
desde el Pabellón, situado en la cima, hacia la base de la montaña. Y fue
entonces cuando la luna surgió de entre las nubes e iluminó la nieve. Con la
luna como compañera, ni el aullido del lobo en el valle me producía temor.
Cuando llegué al llano, nuevamente las nubes envolvían a la luna. Como la
campana estaba señalando la última vigilia, ascendía una vez más hacia la cima,
y la luna, saliendo de entre las nubes, me vigilaba por el camino. Al llegar a
la cima y entrar en el pabellón, la luna, que perseguía a las nubes, parecía
ocultarse detrás de una cumbre distante, y me pareció que me hacía secreta
compañía."
Aquí sigue el poema que he citado, y a continuación
hay otro, con la explicación de que Myoe lo compuso cuando entró en el Pabellón
para meditar después de ver que la luna se ocultaba tras la montaña:
Iré al otro lado de la montaña,
¡Ve allí también, oh luna!
Noche tras noche
nos haremos compañía.
Esto da motivo para otro poema. Posiblemente, Myoe
pasó el resto de la noche meditando en el Pabellón; o quizás haya regresado
allí antes del amanecer: "Al abrir mis ojos en el transcurso de mis meditaciones,
vi la luna del amanecer iluminando la ventana. Vi el fulgor de los rayos de luz
de la luna que entraba en el oscuro lugar en que me hallaba, y sentí que mi
corazón purificado irradiaba la luz de la luna misma":
Si mi corazón puro brilla,
la luna piensa
que esa luz le pertenece.
Así como a Saigyo se lo considera el poeta de los
cerezos en flor, Myoe ha sido llamado el poeta de la luna. A este último
pertenece un canto que consiste en reiterar exclamaciones provocadas por una
profunda emoción:
Oh brillante, brillante,
oh brillante, brillante, brillante,
oh brillante, brillante.
Brillante, oh brillante, brillante,
brillante, oh brillante luna.
En sus tres poemas sobre la luna de invierno, desde
el comienzo de la noche hasta el amanecer, Myoe sigue puntualmente la tendencia
de Saigyo, otro monje-poeta que vivió de 1118 a 1190: "Aunque escribo
poesías, no me considero un poeta". Las treinta y una sílabas de cada
poema, inocentes y sinceras, se dirigen a la luna, más que como compañera, como
amiga, como confidente. Viendo a la luna, el poeta se convierte en la luna; la
luna, vista por el poeta, llega a ser el poeta. Al sumergirse en la naturaleza,
forma un todo con ella. Así, la luz del corazón puro del monje, mientras medita
en el Pabellón durante la oscuridad que precede al amanecer, se transforma para
la luna del amanecer en su propia luz.
Como hemos visto en la extensa introducción al
primero de los poemas de Myoe, la luna de invierno se convierte en compañera;
el corazón del monje, sumido en meditación sobre religión y filosofía, allá en
el Pabellón de la montaña, está ligado con una sutil correspondencia e
interacción con la luna; y a esto le canta el poeta.
Elijo ese primer poema, cuando me piden ejemplos de
mi escritura autógrafa, por su notable calidez y comunicación. Luna de
invierno, que sales y entras de las nubes, haciendo brillantes mis pasos al ir
y venir del Pabellón para meditar, y que haces que no tema el aullido del lobo,
¿no sientes que el viento te penetra, no te da frío la nieve? Elijo ese poema
porque habla del espíritu profundamente apacible y afectuoso del pueblo
japonés; es un canto, de honda y cálida devoción, al hombre y a la naturaleza.
El doctor Yukio Yashiro internacionalmente conocido
como estudioso de la obra de Botticelli; hombre de gran erudición acerca del
arte del pasado y del presente, de Oriente y de Occidente ha dicho que una de
las características distintivas del arte japonés se puede resumir en una simple
frase poética: "La época de la nieve, de la luna, de los cerezos en flor:
entonces, más que nunca, pensamos en quienes amamos". Al contemplar la
belleza de la nieve, de la luna llena, de los cerezos en flor, es decir, cuando
despertamos ante las bellezas de las cuatro estaciones y entramos en contacto
con ellas, cuando sentimos la felicidad de habernos encontrado con la belleza,
es cuando más pensamos en quienes amamos y deseamos compartir con ellos esa
felicidad. La emoción ante lo bello despierta fuertes anhelos de amistad y
compañerismo, de modo que la expresión "ser querido" puede ser tomada
como equivalente a "ser humano". La nieve, la luna, las flores de
cerezo, palabras que representan la belleza de cada una de las estaciones que
se suceden una tras otra, abarcan en la tradición japonesa toda la belleza de
las montañas y los ríos y las hierbas y los árboles, todas las múltiples
manifestaciones tanto de la naturaleza como de los sentimientos humanos.
Ese espíritu, ese sentimiento hacia nuestros seres
queridos en la nieve, la luz de la luna, bajo los cerezos en flor, es también
central en la ceremonia del té. La ceremonia del té es un aunamiento en
sentimientos comunes, es un encuentro de seres queridos en un buen momento.
Podría decir, al pasar, que es erróneo considerar mi novela Un millar de
grullas (Sembazuru) como una evocación de la belleza formal y espiritual de la
ceremonia del té. Es una obra crítica, una expresión de duda y advertencia
frente a la vulgaridad en que ha caído la ceremonia del té.
En primavera, flores de cerezo;
en verano, el cuclillo.
En otoño, la luna, y en
invierno, la nieve fría y transparente.
Uno puede, si quiere, ver en el poema de Dogen
sobres las cuatro estaciones nada más que un eslabonamiento descuidado, vulgar,
mediocre, una forma sumamente tosca de presentar imágenes de paisajes naturales
característicos de las cuatro estaciones. Uno lo puede considerar como un poema
que no es totalmente un poema. Y, sin embargo, es muy similar al que compuso el
monje Ryokan (1758-1831), ya próximo a su muerte:
¿Qué quedará de mí?
El cerezo en primavera,
el cuclillo en las montañas,
las hojas de arce en otroño.
En este poema, como en el de Dogen, las imágenes
más comunes y también las palabras más comunes están eslabonadas unas con otras
sin vacilación y transmiten, así, la verdadera esencia de Japón. También
corresponden estos versos al último poema de Ryokan, que he citado:
Contemplé el ocaso de un largo,
brumoso día de primavera,
haciendo rebotar la pelota
con los niños.
La brisa es fresca,
la luna es clara.
Amanezcamos bailando juntos
en lo que queda de la vejez.
No es que no desee
poseer nada del mundo,
es que me encuentro mejor
en el placer disfrutado en soledad.
Ryokan, cuya poesía y caligrafía son muy admiradas
hoy en día en Japón, se liberó de la moderna vulgaridad de su época y
permaneció inmerso en la elegancia de los siglos anteriores. Vivió en el
espíritu de sus poemas, errando por senderos silvestres, con una cabaña de
hojas por guarida, vistiendo andrajos, conversando con campesinos. La
profundidad de la religión y de la literatura no radicaba para él en lo
complicado, más bien perseveraba en la literatura y en la fe del espíritu
benigno que resume una sentencia budista: "rostro sonriente y palabras
amables". En su último poema no ofrece nada como legado, sin embargo,
esperaba que la naturaleza continuase siendo bella. Ése sería su legado. Es un
poema que lleva dentro de sí el espíritu tradicional japonés, y en el que se
percibe el sentimiento religioso de Ryokan:
Ha llegado ella,
a quien tanto esperaba.
Ahora que estamos juntos,
¡cuántos sentimientos afloran!
Ryokan también escribió poemas de amor. Y éste es
un ejemplo que me gusta. Ya senil, a sesenta y ocho años podría señalar que, a
esa misma edad, estoy recibiendo el Premio Nobel, Ryokan conoció a una monja de
veintinueve años, llamada Teishin, y fue bendecido con el amor. Ese poema puede
considerarse destinado a cantar la felicidad de haber encontrado a la mujer sin
edad, la felicidad de haber hallado a quien tanto esperó. La última línea del
poema expresa ese sentimiento con plena sinceridad.
Ryokan murió a los setenta y cuatro años. Había
nacido en la prefectura de Echigo, actual prefectura de Niigata, escenario de
mi novela País de la nieve (Yukiguni), en la región septentrional conocida como
el dorso de Japón, donde los vientos helados bajan de la Siberia a través del
mar de Japón. Ryokan vivió toda su vida en el país de la nieve, y en su
"visión en los últimos momentos", ya viejo y cansado, sabiendo que la
muerte estaba próxima y habiendo alcanzado el estado de iluminación, me imagino
como vemos en su último poema que el país de la nieve era áun más hermoso para
él.
He escrito un ensayo titulado "Visión en los
últimos momentos". El título proviene de la nota que dejó, al suicidarse,
Ryunosuke Akutagawa (1892-1927), autor de cuentos breves. Es la frase que me
conmueve con más intensidad. Akutagawa expresaba que le parecía estar perdiendo
gradualmente ese algo animal conocido como "la fuerza de vivir", y
agregaba: "Estoy viviendo en un mundo de nervios mórbidos, diáfanos y
fríos como el hielo […] No sé cuándo alcanzaré la resolución necesaria para
matarme. Sin embargo, la naturaleza es para mí más bella de lo que nunca había
sido antes. No dudo de que sonreirás ante la contradicción entre mi amor por la
naturaleza y el contemplar la posibilidad del suicidio. Pero la naturaleza es
bella porque viene a mis ojos en los últimos momentos".
En mi ensayo "Visión en los últimos
momentos" digo: "Por más alejado del mundo que uno pueda estar, el
suicidio no es una forma de iluminación. Por muy admirable que sea, el suicida
está lejos del reino de la santidad". No admiro ni simpatizo con el
suicidio de Ryunosuke Akutagawa, ni con el de mi otro amigo, el pintor
vanguardista Osamu Dazai (1909-1948). Acerca de él, quien también con el correr
de los años pensó en el suicidio, escribí en ese mismo ensayo: "Parece
hacer dicho, una y otra vez, que no hay arte superior a la muerte, que morir es
vivir". Pude apreciar, sin embargo, que para él, nacido en un templo
budista y educado en una escuela budista, el concepto de muerte era muy
diferente del occidental. "De aquéllos que reflexionan, ¿quién no habrá
pensado alguna vez en el suicidio?"
Estaba en mí el recuerdo de aquel personaje llamado
Ikkyu (1394-1481), quien contempló dos veces la posibilidad del suicidio. He
dicho "aquel personaje", porque el monje Ikkyu es conocido, aun por
los niños, como alguien sumamente ingenioso y divertido, y porque las anécdotas
sobre su conducta extraordinariamente excéntrica han llegado en gran medida
hasta nosotros. Se dice de él que los niños se trepaban a sus rodillas para
acariciarle la barba, que las aves silvestres tomaban el alimento de sus manos.
Por todos esto, parecería ser el extremo de la impasibilidad, de la
despreocupación; una suerte de monje accesible y amable. En realidad, fue el
más severo y profundo de los monjes zen. Presunto hijo de un emperador, ingresó
en un templo a los seis años y tempranamente demostró su genio como prodigio
poético. Al mismo tiempo, le preocupaban las verdades más profundas sobre la
religión y la vida. "Si hay dios, que me salve. Si no hay dios, me
arrojaré al fondo del lago para engordar a los peces." Así, intentó arrojarse
a un lago, pero fue detenido. En otra ocasión, muchos de sus compañeros fueron
encarcelados cuando se suicidó un monje del templo Daitokuji. Ikkyu también se
sintió responsable y, con "la pesada carga sobres mis hombros", se
internó en las montañas para ayunar hasta morir de hambre.
Ikkyu tituló Antología de Nube Loca (Kyounshu) a
una recopilación de sus poemas. "Nube Loca" es uno de sus seudónimos.
En esa colección, y en las que le sucedieron, hay poemas casi sin parangón
sobre todo por haber sido escritos por un monje zen, tanto en la poesía china
como en los otros exponentes de la poesía zen del medievo japonés: poemas
eróticos y poemas con secretos de alcoba que lo dejan a uno completamente
atónito. Procuró, comiendo pescado, tomando alcohol y frecuentando mujeres, ir
más allá de las reglas y proscripciones del zen de su tiempo, buscando
liberarse de ellas. Así, al rebelarse contra las formas religiosas
establecidas, en una época de guerra civil y derrumbe moral, buscó perseverar
en el zen, como renacimiento y afirmación de la esencia de la vida y de la
existencia humanas.
Su templo, el Daitokuji, en Murasakino (Kioto),
sigue siendo uno de los centros más destacados de la ceremonia del té. Allí, en
varios de los locales donde se la practica, se exhiben originales caligráficos
de Ikkyu. Yo incluso tengo dos ejemplares. Uno de ellos consta de una sola
línea: "Es fácil entrar en el mundo de Buda. Es difícil entrar en el mundo
del demonio". Muy atraído por esta sentencia, la empleo frecuentemente cuando
me piden ejemplos de mi escritura autógrafa. Se puede interpretar de diferentes
maneras, tan buscadas como uno prefiera, pero ese Ikkyu del zen me llega muy
directamente cuando presenta al mundo del demonio ligado con el mundo de Buda.
Para el artista que persigue la verdad, lo bueno y lo bello, es inexorable que
se exterioricen o se oculten el temor y la súplica en aquella sentencia sobre
el demonio. Sin el mundo del demonio no existe el mundo de Buda. Es más difícil
entrar en el mundo del demonio: no es para débiles de espíritu.
Si encuentras a un Buda, mátalo.
Si encuentras a un Patriarca, mátalo.
Éste es aforismo zen muy conocido. Dado que en el
budismo pueden distinguirse, en términos generales, las sectas que creen en la
salvación por la fe de aquellas que creen en la salvación por los propios
esfuerzos, cabe en el zen una expresión tan rigurosa y severa como la
enunciada, que insiste en la posibilidad de salvación por los propios
esfuerzos.
Por otro lado, entre los que sostienen la salvación
por la fe, encontramos sentencias como esta, de Shinran (1173-1262), fundador
de la secta Shin: "Los buenos renacerán en el paraíso, ¡y cuánto más
ocurrirá con los malos!" Este tipo de expresiones tiene algo en común con
el mundo de Buda y el mundo del demonio de Ikkyu, a pesar de lo cual ambas
guardan, en el fondo, inclinaciones diferentes. Shinran también dijo: "No
aceptaré ni un solo discípulo".
"Si encuentras a un Buda, mátalo. Si
encuentras a un Patriarca, mátalo". "No aceptaré ni un solo
discípulo". Tal vez, en estas dos sentencias esté el riguroso destino del
arte.
En el zen no existe el culto mediante imágenes. Sin
embargo, el templo zen tiene estatuas budistas; pero en los recintos reservados
para la meditación no hay imágenes ni pinturas budistas, como tampoco
escrituras. Es discípulo zen permanece durante horas sentado, inmóvil y
silencioso, con los ojos cerrados. Pronto llega a un estado de impasibilidad,
sin nada en qué pensar, sin nada que evocar. Va borrando su yo, hasta alcanzar
la nada. Ésta no es la nada ni el vacío, según el concepto occidental. Por el
contrario, es un cosmos espiritual donde todo se intercomunica, trascendiendo
fronteras, sin límites espaciales ni temporales. Es propio del zen que el
maestro conduzca al discípulo hacia mayores niveles de esclarecimiento y
sabiduría por medio del sistema de preguntas y respuestas, y mediante el
estudio de los textos clásicos del zen. El discípulo, sin embargo, debe siempre
ser dueño de sus pensamientos, y alcanzar la iluminación por sus propios
esfuerzos. El énfasis recae menos en el razonamiento y la argumentación que en
la intuición y el sentimiento inmediato. La iluminación no proviene de la
enseñanza, sino de la visión interior. La verdad está en "la escritura no
escrita", está "fuera de las palabras". Así, encontramos aquello
de "silencioso como un trueno" en el Sutra de Vimalakirti Mirdésa.
Cuenta la tradición que Bodhidharma príncipe del sur de la India, quien vivió
alrededor del siglo VI e introdujo el zen en China permaneció sentado durante
nueve años en silencio, vuelto hacia la pared rocosa de una caverna, meditando,
para alcanzar finalmente la iluminación. La práctica zen de meditar sentado y
en silencio proviene de Bodhidharma.
He aquí dos poemas religiosos de Ikkyu:
Bodhidharma,
que contestas si te pregunto,
y no contestas si no te pregunto:
¿qué hay dentro de tu corazón?
¿Y qué es el corazón?
Es el sonido de la brisa entre los pinos
dibujado allí en una pintura.
Éste es el espíritu de la pintura oriental. Sus
características esenciales son la organización del espacio, el trazo
simplificado, lo que queda sin dibujar. Para decirlo con las palabras del
pintor chino Chin Nung: "Si pintas bien la rama, el viento tendrá
voz". Y el monje Dogen, a quien cito una vez más, escribió:
¿No es posible reconocer
el camino de la iluminación
mediante la voz del bambú?
¿y alegrar el corazón
con la flor del durazno?
Sen'o Ikenobo, un maestro del arreglo floral, dijo
una vez (la observación se puede hallar en sus "enseñanzas
secretas"): "Con una rama florida y con un poco de agua, uno
representa la vastedad de ríos y montañas. Al instante, todas las delicias
afloran en profusión. Realmente, parece el hechizo de un mago".
El jardín japonés también simboliza la vastedad de
la naturaleza. Mientras el jardín occidental tiende a ser simétrico, el jardín
japonés es asimétrico, porque lo asimétrico tiene mayor fuerza para simbolizar
lo múltiple y lo vasto. Esta asimetría, desde luego, se apoya en el equilibrio
impuesto por la delicada sensibilidad del hombre japonés. De allí que nada sea
tan complicado, variado, atento al detalle, como el arte de la jardinería
japonesa. Así, existe la forma llamada kazansui (paisaje seco), compuesta
enteramente por rocas, cuyo arreglo evoca montañas y ríos, e incluso sugiere al
oleaje del océano rompiéndose contra los acantilados. En su mínima expresión,
el jardín japonés se convierte en bonsai (jardín enano) o en bonseki (su
versión seca).
La palabra sansui, que literalmente significa
"montaña-agua", designa el concepto global de paisaje, incluyendo las
nociones de pintura paisajista y de jardinería, con connotaciones de lo triste,
árido y mísero.
En la ceremonia del té late ese espíritu resumido
en los preceptos de armonía, reverencia, pureza y tranquilidad, que encierran
una gran riqueza espiritual. La sala donde se practica la ceremonia del té, tan
severamente simple y sencilla, implica una extensión ilimitada y la máxima
elegancia.
Una sola flor deslumbra más que cien flores. Rikyu
enseñó que no se deben emplear flores que hayan florecido totalmente. En el
recinto para la ceremonia del té, aún hoy en día, la práctica generalizada es
colocar una sola flor, y en pimpollo. En invierno, se prefiere una flor de
estación, por ejemplo, la camelia, que lleva el nombre de "joya
blanca" o wabisuke, que se podría traducir literalmente como
"compañera en la soledad". Se eligen entre las camelias las
variedades de menor tamaño, las más blancas, y en pimpollo. El blanco, que
parece incoloro, además de resultar el color más puro, contiene en sí a todos
los demás. Siempre debe haber rocío en ese pimpollo, humedecido apenas con unas
gotas de agua.
En mayo se realiza el más espléndido de los
arreglos para la ceremonia del té: se coloca una peonía en un celadón
verde-azulado; un simple pimpollo de peonía con rocío. No solamente hay gotitas
sobre la flor, sino también sobre el celadón.
La cerámica más valorada para usar como florero es
la antigua iga, de los siglos XV y XVI. Al humedecerse, sus colores fulguran,
parecen despertar nuevamente sus diferentes matices. La iga es cocida a muy
altas temperaturas. Las cenizas de paja y el humo del combustible se van
incorporando a su textura y, al descender la temperatura, parece hecha de
vidrio, lo cual le confiere un brillo muy peculiar. Puesto que los colores no
son artificiales, sino el resultado de la naturaleza operando en el horno,
emergen las tonalidades y figuras más variadas, a las que se podría llamar
rasgos y fantasías del horno. Estas texturas tan austeras, toscas y fuertes de
la vieja iga adoptan un fulgor voluptuoso al ser humedecidas. Respiran junto
con el rocío de las flores.
El buen gusto en la ceremonia del té también
requiere que el tazón para beber esté humedecido antes de ser usado, para que
produzca su propio suave fulgor.
Sen'o Ikenobo observó en otra ocasión (esto también
está en sus "enseñanzas secretas") que "los montes y las riberas
aparecerán en sus propias formas naturales". Al insuflar un nuevo espíritu
en el arreglo floral, halló "flores" en cerámicas rotas y en ramas
secas, y también la iluminación debida a esas flores. "Nuestros venerables
antepasados arreglaron flores y buscaron la iluminación". Aquí advertimos
un despertar del espíritu japonés bajo la influencia del zen. Y quizás también
sea éste el sentimiento de quienes vivieron en la devastación de largas guerras
civiles.
Los cuentos de Ise, compilados en el siglo X,
constituyen la más antigua colección japonesa de poemas y narraciones líricas,
muchos de las cuales se podrían denominar cuentos cortos. Por uno de ellos,
sabemos que el poeta Ariwara no Yukihira mostró un arreglo floral a sus
invitados, diciéndoles: "Un hombre bondadoso tenía en un gran recipiente
una glicina en flor, cuya rama florida superaba el metro y medio de
largo".
Una rama de glicina de tal longitud es
verdaderamente tan poco común que nos hace dudar de la credibilidad del autor;
y, sin embargo, puedo sentir en esa enorme rama un símbolo de la cultura Heian.
Para el gusto japonés, la glicina es una flor de
una elegancia muy femenina. Las ramas de glicina, cuando se mecen en la brisa,
sugieren ductilidad, reticencia y suavidad. Cuando desaparecen y vuelven a
surgir en el follaje temprano del verano, dan una imagen de desamparo, aunque,
si se trataba de una rama de más de un metro y medio, no habría dudas de su
magnificencia. Los japoneses emplean la expresión mono no aware para referirse
a esta sensibilidad ante lo bello de la naturaleza. Que Japón haya absorbido y
asimilado la cultura T'ang de China hace más de mil años, dando lugar a la
magnífica cultura Heian, es algo tan prodigios como aquella inusual glicina.
En el año 905 fue compilada, por orden del
emperador, la primera Antología poética antigua y actual (Kokinshu); y, por la
misma época, fueron escritos Los cuentos de Ise (Ise Monogatari), a los que
siguieron las obras maestras de la prosa clásica japonesa, ambas escritas por
mujeres: La historia de Genji (Genji Monogatari) que data del año 907 al 1002, de
Murasaki Shikibu, y El libro de almohada (Makura no soshi) redactado entre el
966 y el 1017, de Sei Shonagon. Estos libros dan nacimiento a una tradición que
influyó e incluso tuvo dominio en la literatura japonesa durante los ocho
siglos siguientes.
La historia de Genji marca el punto más alto
alcanzado por la novela japonesa. No existe obra literaria comparable a ésa, ni
entre las antiguas ni entre las actuales. Que un libro tan vigente hoy en día
haya sido escrito en el siglo X es un milagro, y como tal es reconocido aun
fuera de Japón.
Los clásicos literarios de la época Heian
constituyeron mi principal lectura durante los años de mocedad, a pesar de mis
limitadas posibilidades de comprensión de esos textos. La historia de Genji ha
sido, pienso que por su índole, el libro del cual más se ha embebido mi
corazón. Siglos después de haber sido escrito, persiste la fascinación por esa
obra, a la que tantas imitaciones y reelaboraciones rinden homenaje. La
historia de Genji fue una vasta y profunda fuente que alimentó a la poesía, a
las bellas artes y a las artesanías artísticas e, incluso, a la jardinería.
Murasaki Shikibu y Sei Shonagon, y poetas tan
famosas como Izumi Shikibu (979-?) y Akazome Emon (957-1041) fueron cortesanas
en el séquito imperial. La cultura Heian fue cortesana y, por ende, femenina.
Los días de La historia de Genji y de El libro de almohada fueron los días
gloriosos de aquella cultura, cuando su plena madurez se estaba tornando en
decadencia. Uno siente la nostalgia y la culminación de aquel esplendor de la
cultura cortesana, a la vez que advierte el florecimiento de la cultura
dinástica. La corte imperial comenzó su declinación y, así, el poder pasó de la
nobleza cortesana a la aristocracia guerrera, en cuyas manos permaneció, desde el
establecimiento del shogunato de Kamakura (1192 al 1333), a partir del cual se
sucedieron los shogunes hasta la restauración Meiji en 1868.
Sin embargo, no debe pensarse que desaparecieron la
institución imperial o la cultura cortesana. En los inicios de la era de
Kamakura, en 1205, se compiló la Nueva antología poética antigua y actual
(Shinkokinshu), donde la técnica y el método de composición evolucionan aun más
respecto de los poemas de la ya citada Kokinshu, para caer en muchos casos en
mero virtuosismo verbal, pero con componentes misteriosos, sugerentes,
evocativos e inferenciales, a los que se añaden elementos de fantasía sensual;
todos presentan algo en común con la moderna poesía simbolista.
Saigyo (1118-1190), a quien ya he mencionado, fue
el poeta que ligó ambas épocas, la Heian y la Kamakura.
Si soñé con él
era porque pensaba en él.
Si hubiese sabido que era un sueño,
no hubiera querido despertar.
Por la senda de los sueños uno puede
transitar sin descanso todas las noches.
Pero al despertar, los sueños
se convierten en simples destellos.
Estos poemas, en que Ono no Komachi, de la
Kokinshu, canta a los sueños, resultan directos y reales. Pero los poemas de la
Shinkokinshu por ejemplo, los de la emperatriz Eifuku (1271-1342) devienen un
símbolo de esa melancolía delicadamente japonesa que siento más próxima a mi
sensibilidad:
Las sombras de la luz del sol
reflejadas en los bambúes
donde cantan los gorriones
son el color del otoño.
Siento el penetrante viento otoñal
que sopla en el jardín
donde caen las flores de hagi al esfumarse
sobre la pared las sombras del sol del atardecer.
Los poemas ya citados, del monje Dogen sobre
"la nieve fría y transparente" y del monje Myoe acerca de la
"luna de invierno, que vienes de las nubes a hacerme compañía", puede
decirse que pertenecen casi al período de la Shinkokinshu. Myoe intercambió
poemas con Saigyo y compuso narraciones poéticas. Según refiere en la biografía
de Myoe su discípulo Mikai: "Saigyo venía frecuentemente para hablar de poesía.
Afirmaba que su concepción de lo poético era inusual. Capullos de cerezo, el
cuclillo, la luna, la nieve; enfrentados ante todas las manifestaciones de la
naturaleza, sus ojos y sus oídos estaban llenos de vacío. Así, sus palabras no
eran reales. Cuando cantaba a los capullos, los capullos no estaban en su
mente; cuando cantaba a la luna, no pensaba en la luna. Escribía poemas ante un
hecho casual, ante lo inmediato. El rojo arco iris del firmamento era el cielo
coloreándose. La blanca luz del sol era el cielo tornándose brillante. Con su
espíritu semejante al del cielo vacío, dio color a las más variadas escenas,
sin que quedase huella alguna. En su poesía estaba Niorai [persona que alcanzó
el estado de Buda], la manifestación de la verdad última".
En ese párrafo está nítidamente expresado el vacío,
la nada, según el concepto japonés o, mejor, oriental.
Ciertos críticos literarios han descrito mis obras
como obras de vacío. Pero esto no debe tomarse en el sentido de nihilismo
occidental. Pienso que tienen un fundamento espiritual bastante diferente.
Dogen tituló su poema sobre las estaciones Realidad
innata, y cantándole a sus bellezas estaba profundamente inmerso en el zen.
Publicado en EUDEBA Utsukushi, Nippon no, Watashi – Yasunari Kawabata.
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