Occidente se aisló para entregarse al consumismo y no se ha
enterado de que ha surgido un nuevo mundo más independiente, retador y rebelde.
El periodista polaco denuncia que el continente europeo se
enfrenta ahora a un gran reto: encontrar para sí un espacio en un mundo que
antes dominó desde una posición privilegiada y que ahora ha perdido. Ryszard
Kapuscinski es autor de una veintena de libros, entre los que destaca 'Ébano',
'El emperador' y 'Los cínicos no sirven para este oficio'.
por Ryszard Kapuscinski
La constatación de que el mundo es muy diverso es trivial,
pero hay que partir de esa trivialidad, porque es al mismo tiempo un rasgo
típico de la familia humana, es decir, la humanidad, un rasgo que, a pesar de
los muchos milenios que han pasado desde que apareció el hombre contemporáneo,
no ha cambiado.
Ahora bien, aunque la diversidad es un rasgo que salta a la
vista, su comprensión y aceptación encuentran una resistencia constante en la
mente de los humanos. Nuestra mente se inclina por el autoritarismo y la
unificación, y exige que todo y en todas partes sea idéntico y homogéneo.
Nuestra mente desea que cuenten solamente nuestra cultura y nuestros valores,
de los que pensamos, sin consultar con nadie, que son la única cultura y
valores perfectos y universales. Y ésa es una de las grandes contradicciones
del mundo.
Por un lado está la diversidad objetiva, omnipresente e
incuestionable, y, por otro, los mecanismos de la mente que se esfuerzan por
percibir el mundo de manera unificada e indiscutiblemente homogénea. ¡Cuántos
conflictos, incluidos los más sangrientos, han sido generados por esa
contradicción inexorable!, ¡y por otro omnipresente e incuestionable!
¿Y cómo se presentó la cuestión en el pasado? Sin
remontarnos a un pasado demasiado lejano podemos constatar que, en los últimos
cinco siglos, desde la expedición de Cristóbal Colón, reinó un equilibrio
singular. Su característica principal era la dominación en todo ese tiempo de
la cultura europea. Esa cultura, sus símbolos, cánones y modelos servían como
criterios universales para todos. Europa dominaba en el mundo, tanto en la
esfera política y económica como en la cultural, y era el punto de referencia y
de valoración para todas las restantes culturas, tan distintas.
En esos 500 años era suficiente conocer la cultura europea
e, incluso, ser europeo, de nacimiento o naturalizado, para sentirse dueño de
la casa en cualquier parte, para sentirse amo del mundo. El europeo, para
sentirse así, no necesitaba conocimientos ni preparación. Tampoco necesitaba
una mente o un carácter de virtudes singulares.
Yo observé ese fenómeno todavía en las décadas de los años
cincuenta y sesenta en África y Asia. Un europeo muy mediocre en su país,
incluso un individuo por debajo de la media, conseguía inmediatamente en
Malasia o Zambia el cargo de alto comisario, presidente de una gran sociedad o
director de un hospital o escuela. La población local escuchaba con humildad
sus enseñanzas y se esforzaba por asimilar sus ideas y opiniones.
En el Congo belga, las autoridades coloniales crearon la
categoría de personas llamadas evolués, es decir, de aquellos africanos que
habían salido del salvajismo tribal, pero que todavía no se merecían la
denominación de personas europeizadas. El evolué era alguien que se dirigía
hacia algo. Bruselas tenía la esperanza de que, gracias a sus esfuerzos,
inversiones, paciencia y buena voluntad, esos individuos algún día conseguirían
ascender hasta el nivel europeo, cumbre del ser humano.
Albert Memni describió, en su libro The colonizer and the
colonized, el doloroso y humillante proceso al que eran sometidos los evolués.
En su libro autobiográfico Portrait d'un juif, Memni, tunecino de origen judío,
afirma que, tradicionalmente, la suerte del judío era apenas algo más llevadera
que la suerte del musulmán. Los dos eran empujados a los guetos; de los dos se
sospechaba que eran conspiradores eternos, empeñados en destruir el orden del
mundo; los dos solían ser utilizados como cabezas de turco; los dos eran
percibidos, a la vez, como causantes de todas las desgracias y tragedias. Esa
sensación de acorralamiento siempre estuvo acompañada por una misma sensación
de humillación y de marginación.
El siglo XX no fue solamente un siglo de totalitarismos y
guerras. Fue también el siglo de la descolonización, de la gran liberación. Las
tres cuartas partes de la humanidad se liberaron entonces del yugo colonial, y,
al menos formalmente, conquistaron la categoría de ciudadanos del mundo con
plenos derechos. Nunca antes hubo en la historia un suceso similar y jamás
volverá a haberlo en el futuro.
Sin embargo, el proceso de descolonización interesó
entonces, sobre todo, en sus dimensiones políticas y económicas. Interesaron,
ante todo, los problemas relacionados con los regímenes que surgirían en los
nuevos Estados, cómo serían gestionados, cuánta ayuda debían recibir del
extranjero, cómo tratar su endeudamiento y de qué manera organizar la lucha
contra el hambre. Pero resultó que el gran movimiento de los continentes
colonizados hacia la libertad tenía también una enorme carga cultural. Fue un
proceso que dio comienzo a un nuevo mundo, a un mundo de gran riqueza y
diversidad cultural.
Obviamente, en la Tierra siempre existió una gran diversidad
cultural, y lo confirman la arqueología y la etnografía, así como las
tradiciones transmitidas de padres a hijos y la historia escrita. Pero en los
tiempos modernos la dominación de la cultura europea fue tan aplastante y total
que otras culturas se encontraron en un estado de inhibición o hibernación,
como era el caso de las culturas árabes y china, o de marginación total o
exclusión, como sucedió con la cultura de los bantú o de los pueblos andinos.
Brecha en el eurocentrismo
La primera brecha en el monopolio del eurocentrismo, en la
dominación de la cultura europea, fue abierta a mediados del siglo XX, en la
época de la descolonización. En los siguientes cuatro decenios, por culpa de la
guerra fría, el proceso fue frenado y despojado de la dinámica que pudo tener.
Las férreas y duras reglas de la guerra fría impidieron el desarrollo de la
cultura. Ésa es una experiencia común de todo el mundo que vivió el
colonialismo.
No obstante, las culturas no europeas que resurgían y que
apenas habían empezado a cuajar y adquirir vigor, a pesar de las dificultades y
limitaciones, consiguieron sobrevivir, desarrollarse y adquirir conciencia
sobre su propia existencia. Como consecuencia, cuando terminó la guerra fría
resultaron ser ya tan independientes y dinámicas que pudieron pasar ya a la
segunda etapa, ahora en marcha, etapa que yo definiría como toma de
autoconciencia, de creciente autovaloración positiva, de aparición de
ambiciones palpables relacionadas con la ocupación de un nuevo e importante
lugar en un mundo multicultural que se democratiza.
¡Son enormes los cambios que se han producido en el mundo
extraeuropeo! En el pasado, Europa ocupaba una posición muy fuerte tanto en las
instituciones como entre la gente. Por eso, aunque se viajase a los rincones
más alejados del mundo, siempre se tenía la sensación de que, en algún sentido,
siempre se estaba en Europa. Europa estaba presente en todas partes.
Cuando llegaba a Morondava, en Madagascar, me alojaba en un
hotel europeo; cuando volaba de Salsbury a Fort Lama, aunque el avión era de
una compañía local, lo pilotaban europeos; en el quiosco de la prensa de Lagos
compraba The Times o The Observer. Actualmente, en Morondava, el hotel es
malgache, los pilotos son africanos y en Lagos sólo se vende prensa nigeriana.
Cambios culturales
Los cambios que se han producido en las instituciones
culturales son aún mayores. En las universidades de Kampala, Varanasi y Manila
los profesores europeos han sido reemplazados por profesores locales, y en la
Feria Internacional del Libro de El Cairo predominan, con mucho, los libros en
lengua árabe.
A propósito, la palabra internacional tiene en Europa un
significado distinto que en el Tercer Mundo. Por ejemplo, cuando veo el noticiario
en Gabarone, la capital de Botsuana, me enteraré, en las informaciones sobre el
extranjero, principalmente de lo que pasa en Mozambique, Suazilandia y Zaire.
El mismo informativo en La Paz se centrará, en la información del extranjero,
en las noticias sobre Argentina, Colombia y Paraguay. Desde cada punto de la
Tierra el mundo tiene una imagen distinta y es percibido de manera diferente.
Si no aceptamos esa sencilla verdad nos será muy difícil entender el
comportamiento de otros, así como los motivos y objetivos de sus actos.
Lamentablemente, a pesar de los avances conseguidos por las
comunicaciones, los hombres nos conocemos mutuamente de manera muy superficial
e, incluso, muy poco y muy mal. Marshall McLuhan, un entusiasta de la
revolución mediática, opinaba que la televisión transformaría el mundo en
"una aldea global".
Hoy ya sabemos que su metáfora ha resultado totalmente
falsa. El rasgo principal de la aldea es que todos sus habitantes suelen
conocerse bien e, incluso, estar emparentados. La aldea es un lugar de
relaciones estrechas, cálidas, incluso íntimas, de presencia conjunta y
vivencias conjuntas. El mundo en que vivimos lo vemos a diario, no es una aldea
global, sino, en el mejor de los casos, una metrópoli global. Una estación de trenes
global por la que pasa la "muchedumbre solitaria" de David Riesman,
muchedumbre integrada por individuos que se cruzan de manera indiferente, de
personas sumidas en el estrés, neuróticas, que no se conocen ni quieren
conocerse ni acercarse mutuamente. La verdad parece ser otra; cuanto más
electrónica tenemos a nuestro alrededor, menos contactos humanos se necesitan.
Europa desaparece de muchas esferas de la vida de nuestro
planeta. El excelente reportero italiano Ricardo Orizio publicó el año pasado
un libro titulado Las tribus blancas perdidas, sobre los restos de los grupos
de europeos que vivían en Sri Lanka, Jamaica, Haití, Namibia y Guadalupe. Se
trata, por lo regular, de personas de edad avanzada y solitarias. Los jóvenes
emigraron y de Europa no llegó gente nueva.
En los últimos decenios, Europa se ha retirado con su
cultura de las regiones que tradicionalmente fueron espacio de influencia de
las culturas china, hindú, islámica y africana. Al perder el interés político
por esas regiones y al tener en ellas intereses económicos cada vez más
secundarios, Europa se vio incapacitada para encontrar una nueva presencia y
poder convivir con las culturas de otras civilizaciones. El vacío dejado por
Europa está siendo rellenado eficazmente por enérgicas y vigorosas culturas
locales, muy numerosas y con grandes ambiciones.
En los últimos tres años realicé muchos y muy largos viajes
por países de Asia, África y América Latina. Viví con cristianos
latinoamericanos y con musulmanes asiáticos, con budistas y animistas, con
indígenas del Puno e hindúes, con habitantes de la Guayana y sudaneses. Mis
primeros contactos con todas esas comunidades se produjeron hace varios
decenios, cuando empezaban a salir de una dominación extranjera que había
durado siglos enteros. ¿Qué fue lo que más me chocó en esa gente ahora? ¿Qué
fue lo que más me llamó la atención? Su comportamiento, el orgullo por su
propia cultura que sentían y manifestaban, por sus creencias, por la
pertenencia a una civilización diferente y propia.
No advertí complejos de inferioridad, tan visibles y
humillantes como en el pasado. Por el contrario, advertí un deseo imperioso de
ser respetados y tratados en pie de igualdad. En el pasado, mi condición de
europeo me daba ciertos privilegios. En mis últimos viajes fui tratado con
hospitalidad, pero sin el menor privilegio. Antes me preguntaban sobre Europa,
mientras que hoy no lo hacen, porque tienen sus propios asuntos y problemas. No
dejé de ser un europeo, sólo que era un europeo destronado.
Revolución de la dignidad
Esa revolución de la dignidad y del valor propio se produjo
con mucha rapidez, pero no de la noche a la mañana, no con la velocidad del
relámpago. ¿Por qué no fue advertida por Occidente? Porque Occidente, en vez de
interesarse por lo que sucedía en el mundo que dominaba desde hacía 500 años,
se entregó al placer del consumismo, y para aumentarlo se encerró en su propio
círculo y se aisló, con una gran indiferencia, del mundo que lo rodeaba, de
todo lo que sucedía en él. Fue así como no se dio cuenta de que surgió un mundo
nuevo, un mundo antes vencido, sometido y sumiso, pero ahora cada vez más
independiente, retador y rebelde.
El proceso de aislamiento de Occidente del mundo
subdesarrollado y pobre fue descrito hace poco por el reportero francés
Jean-Christophe Rufin en su libro L'empire et les nouveaux barbares. Rupture
Nord-Sud. Occidente, escribe Rufin, quiere aislarse, como en sus tiempos lo
pretendió Roma, con una línea de contención, o con ayuda de una frontera
infranqueable de apartheid. Se olvida, sin embargo, que los bárbaros de hoy
constituyen ya el 80% de la población del mundo. La primera reacción de
Occidente, ante el renacimiento de los pueblos del Tercer Mundo, es el
aislamiento hermético ante ellos. Pero, ¿hacia dónde conduce ese camino marcado
por la desconfianza y la animosidad en un mundo saturado de armas, en un mundo
en el que todos están armados?
La estrategia del aislamiento y del encierro no es una buena
solución. ¿Cómo arreglar, pues, las cosas? ¿Con encuentros, un mejor
conocimiento mutuo, más diálogo? Todo parece indicar que ese comportamiento ya
no puede ser considerado como una simple recomendación, sino como una
obligación apremiante en un mundo multicultural. En ese sentido, Europa se
enfrenta a un gran reto. Tiene que encontrar un nuevo espacio para sí en un
mundo que antes dominó, en el que tuvo una posición privilegiada, que ahora ha
perdido.
Espacio de intercambio
Tendrá que acomodarse en un mundo habitado por muchas otras
culturas que presionan y ascienden hacia la cumbre, por ejemplo, mediante la
emigración de muchos intelectuales del Tercer Mundo a los países de la
civilización europea.
Mientras tanto, el nuevo ambiente cultural que surge en el
planeta puede resultar muy inspirador y creativo para Europa. Los encuentros de
las culturas y civilizaciones no tienen por qué convertirse en choques. Como lo
indicaron Marcel Maus, Bronislaw Malinowski y Margaret Mead, puede ser un
espacio de intercambio enriquecedor y de fértiles contactos.
Georg Simmel consideraba, incluso, que el proceso
fundamental de la vida de las sociedades humanas consiste en la creación de
valores generados por el espíritu del intercambio.
Esto abre una nueva oportunidad ante Europa. La fuerza de la
cultura europea siempre surgió de su capacidad de transformarse, reformarse y
adaptarse a las condiciones nuevas. Esas virtudes son indispensables también
ahora para que Europa pueda seguir desempeñando un importante papel en el mundo
multicultural. Todo depende de su voluntad, de su vigor y de sus ilusiones.
Los pensadores europeos de mediados del siglo XX con
frecuencia reflexionaron sobre el futuro de la civilización humana, sus formas
y su contenido.
Por ejemplo, Florian Znaniecki, en un su libro titulado Los
hombres de hoy y la civilización del futuro, escrito en los años treinta,
señaló: "Nos encontramos ante una alternativa. O surge una civilización
universal que pueda salvar todo lo que merezca ser salvado de las
civilizaciones nacionales y conduce a la humanidad hasta alturas inalcanzables
incluso para los utópicos, o las civilizaciones nacionales se derrumbarán, lo
que significa que, aunque el mundo de la cultura no sea destruido, sus
principales sistemas, sus modelos más valiosos, perderán toda su significación
vital...".
Ryszard Kapuscinski leyó este texto durante la ceremonia en
la que recibió el premio literario italiano Grinzane Cavour (2003). La foto fue tomada en el piso de AgataOrzeszek, quien tradujo la totalidad de la obra de Kapuscinski al español.
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