05 marzo, 2012

El mundo es muy frágil y cualquier esfuerzo de control severo y revisión aduanera exhaustiva lo puede desintegrar

Testigo privilegiado de la segunda mitad del siglo XX, Kapuscinski  ha dejado en sus libros la honda crónica  —política, humana— de muchos de los conflictos que han moldeado nuestro presente. En esta conversación, el aclamado periodista reflexiona sobre las guerras de hoy y las de ayer, y sobre las  pautas que regirán las guerras de mañana.

Por Ricardo Cayuela Gally 

La realidad de Varsovia es tan dramática, y las huellas de la guerra se hallan tan presentes, que las postales que se venden en los hoteles son muchas veces las imágenes de las ruinas dejadas por el ejército alemán. 

Varsovia fue víctima doble: del ejército alemán, que la destruyó tres veces: en 1939, durante la invasión que marca el comienzo de la Segunda Guerra Mundial; en 1943, como castigo inmisericorde al levantamiento del gueto judío; y en 1944, como represalia a la sublevación ciudadana contra la ocupación. Y del ejército ruso, que invadió Polonia del Este gracias al protocolo secreto de los acuerdos Molotov-Ribbentrop, con Katyn de emblema, y que no socorrió a los patriotas polacos sublevados al detener sus tanques y artillería a orillas del Vístula en plena ruta a Berlín. 

 

Salvo algunas manzanas del viejo casco histórico, reconstruidas a conciencia, y el circuito del Parque Lazienki, el resto de la ciudad alterna la cal viva de la guerra con la arquitectura y la concepción urbana del bloque soviético, con el Palacio de la Cultura y la Ciencia, "regalo de los pueblos de la URSS al pueblo polaco", de mastodóntico epicentro. Quizá por ello sorprenden tanto las nuevas construcciones que crecen a lo largo y ancho de la ciudad. Tienen algo paradójico, casi cruel, las luminosas tiendas y los relumbrantes nuevos comercios en un mar urbano tan adverso. Pero no por su presencia, islas en el mar de los sargazos, sino porque de tan contrastantes producen vértigo retrospectivo: saber lo que pudo ser y no fue por tantos años. Pero, quizá regida por la ley de las compensaciones, Varsovia irradia energía y vitalidad. Y pese a que mis juicios son los de un turista apresurado sin un mínimo de competencia en polaco, la simple cartelera de teatro, cine, exposiciones y conciertos del mes es deslumbrante. 

Una manzana sí, otra también, una nueva librería sale al paso del transeúnte, con estanterías repletas de obras traducidas de todas las lenguas de Babel, y lectores, muchos lectores. Por otras referencias, como los ensayos de Sergio Pitol sobre su estancia de muchos años en esta capital, sé que esto es sólo la punta del iceberg de una vida cultural riquísima. 

A lo largo de su carrera como corresponsal, Ryszard Kapuscinski ha cubierto decenas de revoluciones, revueltas, rebeliones —la erre como motor inicial del cambio—, guerras, golpes de Estado, genocidios —la ge como sinónimo de sangre—, preocupado más por las causas de los conflictos y por el sufrimiento que provocan en la gente común que por lo efímero de las últimas noticias. 

En español, la editorial Anagrama ha publicado seis títulos de los más de veinte que comprende su obra El Emperador, El Sha, El Imperio, La guerra del futbol, Ébano y Los cínicos no sirven para este oficio y prepara una antología de sus reflexiones sobre el mundo y el trabajo de reportero, agrupadas en polaco, en varios volúmenes, bajo el título de Lapidarium, la vitrina en donde los museos exhiben los pedazos rotos, pero de indudable valor, que no logran conformar una pieza única. 

Kapuscinski me recibe una soleada mañana de junio en su estudio, un pequeño ático adjunto a su departamento del centro de Varsovia, el lugar de descanso y trabajo de un nómada infatigable, el escritor que ha sido definido como el último humanista y el mejor periodista del mundo. 

Testigo privilegiado e intérprete lúcido de un siglo en llamas. Me encuentro con un anfitrión amable y sonriente, modesto como suelen ser casi todos los grandes, que me confiesa de entrada, como una sutil forma de la hospitalidad, su nostalgia del sol, la gente y la comida de México (el orden de la enumeración es del propio Ryszard), en donde vivió cuatro años como corresponsal de la Agencia de Noticias Polaca para Latinoamérica. Tardé en advertir que gracias a sus reflejos profesionales la cita había comenzado de la peor manera posible, pues era él quien me estaba entrevistando a mí: de dónde soy, cómo está México, qué tal la revista en España. Lo que sigue es la manera que encontré de darle la vuelta al rumbo inicial de la conversación. 

La primera impresión que tiene un lector suyo es sorprenderse —y no pocas veces emocionarse— con la enorme capacidad de empatía que tiene usted con las situaciones extremas y con su capacidad de soportar condiciones terribles con tal de llegar a la gente y narrar su historia. ¿Fue Polonia una buena escuela de estoicismo?  

Nací en una parte de Polonia que ahora forma parte de Bielorrusia, muy al este de Varsovia, fuera de nuestras fronteras actuales. Era la parte más pobre de Polonia y posiblemente de Europa. De hecho, sigue siendo muy pobre. Una tierra desgraciada, de pocos recursos y de una gran escasez. Cuando empecé a viajar por nuestro planeta como corresponsal extranjero encontré un lazo emocional con las situaciones de pobreza en los llamados países del Tercer Mundo. Era como regresar a los escenarios de mi niñez. De ahí nace mi interés por estos países. Por eso me interesan los temas que tocan la pobreza y lo que produce: conflictos, guerras, odios.

¿Vivió usted la guerra en Varsovia? ¿Cuál es su relación con esta ciudad?
 


Cuando llegué a Varsovia tenía doce años. La guerra la viví como población en tránsito. Mi familia huyó de las desgracias del frente y pasé los años de la guerra en distintas partes de Polonia, siempre como refugiado. Varsovia ha sido a lo largo de su historia una ciudad muy valiente y rebelde y ha sido castigada en consecuencia. Destruida muchas veces, siempre renace de sus cenizas. Su historia es un péndulo de destrucción y reconstrucción. La Segunda Guerra Mundial fue un desastre total para esta ciudad. No fue sólo la destrucción de sus edificios, monumentos y patrimonio artístico, sino la destrucción de todos o casi todos sus habitantes. La población actual de Varsovia está compuesta por la gente que vino de fuera a poblarla, tras la guerra, porque su población histórica fue aniquilada. Todos somos nuevos ciudadanos de Varsovia. 

¿Cuáles son las características de las guerras actuales? ¿Estamos ante un nuevo tipo de guerra?  

Tradicionalmente la guerra fue un enfrentamiento entre Estados. Un conflicto entre fuerzas armadas organizadas y jerarquizadas, representantes armados del Estado. El objeto de las guerras ha sido siempre la conquista territorial y la derrota del enemigo estatal. En ese sentido, la guerra tradicional es un fenómeno muy bien definido. Ahora tenemos un nuevo tipo de guerra. 

Ya no tenemos guerras de Estados como tales. El objeto ya no es la conquista territorial. En el mundo moderno el territorio dejó de ser símbolo de prestigio. Un país puede tener un territorio enorme, pero eso no significa que sea poderoso. Al revés. Muchos países con grandes territorios son muy débiles como Estados. Por ejemplo, Sudán. El territorio no tiene importancia. Lo que cuenta es el poder económico y militar. Se cambiaron los actores y los objetivos de la guerra. Ahora tenemos muchos actores distintos: mafias, milicias tribales, terroristas, narcotraficantes, mercenarios. Se trata de grupos armados que se independizaron del Estado. El Estado como tal ha perdido el monopolio del instrumento de la violencia, rompiendo con una de las definiciones tradicionales de la naturaleza de todo Estado: el de monopolista de los instrumentos de violencia. Los actores de la violencia se han "democratizado" y actúan de forma independiente, y son estos grupos los que empezaron a crear nuevas situaciones de conflicto militar. 

La guerra tradicionalmente fue financiada por el Estado, con recursos del Estado. Ahora estos grupos que utilizan la violencia a su libre arbitrio se autofinancian, ya sea mediante el robo, o la inversión en paraísos fiscales, o el lavado de dinero, o la invasión y uso de las minas de diamantes o el dinero del narco, y se vuelven independientes económicamente. Ya no necesitan al Estado, al contrario, el Estado se convierte en su enemigo principal. En su competencia. 

Esta es la primera diferencia: la independencia y proliferación de estos grupos armados autónomos. Junto a esto, tenemos un tremendo desarrollo de la tecnología en el armamento y un aumento espectacular del mercado negro de armas. Además, no sólo las armas ligeras actuales son muy precisas, sino que son muy fáciles de manejar, lo que permite a estos grupos contratar gente desesperada, niños huérfanos, desocupados, mercenarios, para engrosar las filas de sus ejércitos particulares. 

En este escenario, las fuerzas armadas tradicionales son una cosa antigua, sin sentido, sin poder real para enfrentarse a estas nuevas situaciones. Los ejércitos tradicionales están estructurados para otros fines y no tienen capacidad de respuesta, son muy lentos y muy burocráticos. La situación actual es paradójica: cuanto más se desarrollan estos grupos militares autofinanciados no gubernamentales, más se empeñan las fuerzas armadas en un plan arcaico, estatal y sin sentido. 

El sentido de la guerra, según Clausewitz y todos los clásicos del tema, es defender un Estado o atacar a otro Estado. Todo conflicto se daba en un plano estatal. De ahí nacen, por ejemplo, las alianzas militares y de defensa. Los nuevos actores de las guerras se basan no en el pensamiento estatal sino en el pensamiento tribal, racial, de identidad, religioso. Todos son objetivos particulares. Se lucha por promover un grupo étnico, los intereses de una minoría, ciertos objetivos religiosos, y esto cambia las reglas del juego. 

En ese mundo descentralizado y posmodernista existe todo un conjunto de conflictos armados muy cambiante. Nada es permanente. Los aliados de hoy se enfrentan mañana y las alianzas se rompen cada día. 

Lo curioso es que persisten los conflictos tradicionales entre Estados, como sucede entre la India y Pakistán.  

Nuestro mundo es muy grande. Somos seis mil millones de hermanos en esta tierra. Tenemos una gran variedad de situaciones. Todo es posible, pero lo interesante es describir lo que es nuevo, no lo que ya se conoce. Además, el conflicto entre la India y Pakistán también está vinculado con estas nuevas situaciones por la guerrilla en Cachemira. Junto a las fuerzas armadas estatales tenemos a esos grupos armados y junto a esa situación de conflicto fronterizo entre Estados tenemos un conflicto religioso. 

El nuevo problema es que los poderes estatales ya no controlan al cien por ciento la situación y eso los vuelve más peligrosos. Ni el presidente de Estados Unidos ni nadie. Los grandes líderes sólo pueden influir de manera parcial, porque la situación en el mundo contemporáneo tiende grandemente a la dispersión particular de los conflictos armados y eso los vuelve más peligrosos. 

¿Cuál es su lectura de los terribles sucesos del 11 de septiembre?  

Primero, el mundo es cada vez menos posible de controlar, está lleno de fuerzas independientes, que se rigen por su propia lógica y bajo su propia estructura de interacción y esto es un problema muy grande para el futuro de nuestro planeta. El mundo globalizado no tiene ningún poder global que pueda controlar a estas nuevas fuerzas de las que venimos hablando. Este es el escenario en el que discutimos las nuevas guerras. 

Y con el peligro adicional de que estos grupos independientes de los Estados en algún momento tengan la capacidad de crear o adquirir armas de destrucción masiva.
 
Todo es posible. Lo más preocupante es que no sabemos en qué momento uno u otro grupo va a ser dueño de una valija nuclear, que no deja de ser un pequeño dispositivo que se puede esconder en un contenedor. The Economist publicó hace poco unos datos increíbles: en el mundo se mueven quince millones de contenedores, que representan el 90% del comercio mundial, y sólo el 2% puede ser controlado por las aduanas. No hay fuerza aduanera que pueda controlarlo todo. 

Esa es la discusión después del 11 de septiembre. Ese es el problema más fascinante e importante. El desarrollo de la economía occidental en general y norteamericana en particular depende del libre comercio. Si se impone el control, se hace muy difícil y lento el movimiento de mercancías y se afecta toda la economía. En el mundo actual los componentes de un producto cualquiera se hacen en diferentes partes del planeta, para terminar armándose en otro lugar distinto. Si imponemos un control estricto de todos los contenedores, entonces la economía mundial se detiene. 

El mundo es muy frágil y cualquier esfuerzo de control severo y revisión aduanera exhaustiva lo puede desintegrar. El desasosiego de los hombres del poder en Washington, entre los defensores del libre comercio y el neoliberalismo, es que saben que cualquier tipo de reglas de control en aras de un mejor manejo de la lucha contra el terrorismo implica una contradicción de sus postulados básicos. 

La guerra contra el terrorismo sólo se puede ganar introduciendo el estalinismo y entonces sí, en un mes, se gana esta guerra. Pero ello significa el fin de la sociedad libre y de la hegemonía de los Estados Unidos. La alternativa es un mundo en riesgo, pero abierto, o un mundo detenido, cerrado, pero seguro. Toda vía intermedia implica saber de antemano que no hay manera de ganar la lucha contra el terrorismo de manera total. 

Las democracias se basan entre otras cosas en la libertad individual, pero el individuo puede usar esta libertad de una manera irresponsable. 
Así es. Aquí es donde la civilización occidental, y especialmente norteamericana, se topa con su principal contradicción después del 11 de septiembre. O seguimos el camino de la civilización abierta y entendemos y aceptamos el hecho de que la lucha contra el terrorismo es una lucha sin victoria, y que contra el terrorismo tan sólo cabe limitar su existencia, o introducimos reglas fuertes de control y eso quiere decir que se detiene toda la economía estadounidense y mundial.

La guerra implicaba el sacrificio de los propios soldados. Desde la guerra de Irak asistimos al espectáculo de las guerras sin víctimas de uno de los bandos. Antes de empezar, uno de los contendientes sabe que está liquidado y que no tendrá la opción de ver al enemigo. ¿No es esto una invitación a buscar "compensaciones" a través del terrorismo, por más repugnante que nos parezca desde el punto de vista moral?  

Estamos encarando unos fenómenos nuevos en la historia de la humanidad para los que no tenemos ni siquiera un lenguaje propio que los describa. En el mundo actual ya no hay certezas y estamos a la búsqueda de nuevas definiciones. Lo único que podemos hacer son reflexiones parciales y temporales. 

La civilización moderna en Occidente se basa en el entretenimiento. Es una cultura de la alegría consumista, de las eternas vacaciones, del turismo, del ocio, del tiempo libre, de las compras sin fin. Los líderes de estos países saben que una sociedad así, hedonista, lo último que quiere saber es de víctimas y de guerras. Pero al mismo tiempo, el mundo occidental necesita fortalecer su presencia en el mundo, mantener sus reservas de gas y petróleo y todas las cosas que se derivan de este imperativo. Y esto sin poner en contra a la opinión pública de sus países, incluso diría de nuestros países. Por ello tuvimos que inventar un método que, por un lado, permita a la sociedad continuar con su ritmo de consumo y su vida dedicada al ocio y, por el otro, simultáneamente, conserve nuestros recursos y nuestra influencia en el mundo. De ese dilema viene el concepto de guerra sin víctimas, único en la historia de la humanidad. 

La escena del cadáver del piloto de avión arrastrado por las calles de Mogadiscio durante la intervención norteamericana en Somalia indignó de tal manera a la opinión pública de su país que obligó a la administración de George Bush a ordenar la salida inmediata de Somalia. La única manera de justificar las guerras y mantenerse en el poder es que éstas se desarrollen sin víctimas. 

Este tipo de guerra es posible gracias a un enorme y rápido desarrollo electrónico y tecnológico, son guerras informáticas, y gracias a un elevado gasto militar, ya que son guerras costosísimas, porque todos los dispositivos de esta nueva guerra cuestan fortunas. La tecnología y el dinero permiten inventar esta nueva estrategia y nuevo modelo de guerra, basado en la información y en la comunicación y que requiere fondos sin límites para inventar y desarrollar aviones o tanques sin piloto, con todo su sofisticado sistema a control remoto. Eso se usó por primera vez en Irak, luego en Kosovo y ahora de nuevo en Afganistán. 

Sin embargo, ya sabemos lo que ese tipo de guerras significa. Aunque salve a nuestros soldados, simultáneamente implica enormes pérdidas en esos países. Se trata de un bombardeo inclemente. Se destruyen puentes, carreteras, cuarteles, edificios y se causan muchas víctimas, la mayoría de civiles inocentes. 

Claro que las sociedades que son víctimas de estas nuevas guerras sin soldados albergan un enorme sentido de venganza y de buscar hacer daño, y por ello el terrorismo crece. La guerra contra el terrorismo, con estos métodos, es fuente de más terrorismo y todo deriva en un círculo vicioso. 

¿Se pueden cubrir estas nuevas guerras? ¿Cuál debe ser el papel, el trabajo del periodista y del corresponsal en estos escenarios?  

Cuando me pidieron ir a la guerra de Irak yo dije que no: no me interesaba este tipo de cobertura que depende sólo de los boletines del estado mayor. Así no hay periodismo posible, ya que no hay forma de saber sobre el terreno en qué medida esa información refleja o no la realidad. 

Y en el caso de las guerras de los grupos independientes y autofinanciados, ¿cómo acercarse a ellas?, ¿cómo reportarlas?  

Un problema no menor es que todos los actores de estas nuevas guerras pierden sus rasgos distintivos. Todos tienen los mismos emblemas, trajes, armamentos. Y las alianzas cambian todo el tiempo. Todo se hace oscuro y poco definido. 

Yo creo que no estamos todavía preparados mentalmente para ajustar nuestro oficio a esta situación. Por ejemplo, el material que he leído sobre la guerra de Afganistán refleja esta situación de falta de orientación. Detecto diferentes estrategias de los reporteros adscritos a la guerra: unos trataron de poner el énfasis en el conflicto religioso y leer el problema como un choque entre el Islam y la democracia; otros trataron de tener una perspectiva humanitaria y cubrieron los campos de refugiados y las condiciones de pobreza del pueblo afgano; pero nadie pudo tener una visión de conjunto. Antes, el corresponsal de guerra podía viajar de un lugar a otro, reportar el movimiento de las tropas, saber qué piensa la retaguardia, tener una visión del estado mayor y del soldado ordinario. Eso ya no existe. El mandato del estado mayor de vedar el acceso a los medios y el hecho de que no hay un campo de guerra definido y de que todo es muy frágil y cambiante han convertido el trabajo del corresponsal de guerra en algo imposible. Los soldados no se ven, quizá ni existen, y los otros están escondidos y son impermeables.

Paradójicamente estamos en la situación en que los que se encuentran en los lugares de control total tienen más información que los que se encuentran en el terreno mismo, ya que pueden reunir todas las informaciones parciales y manejarlas; en cambio, el enviado tiene sólo un fragmento de la realidad, lo que alcanza a ver con sus propios ojos, y el pobre reportero ve poca cosa. No se puede mover, no conoce el idioma local, no conoce las costumbres de la zona, no existen mapas ni carreteras, los lugares son inseguros y por ello sólo ve un fragmento limitado del conflicto. 

La primera vez que me enfrenté a una situación como ésta fue en 1974.

La guerra de Angola fue el principio de este nuevo tipo de guerras, sin fronteras, de unos grupos armados que cambian de bando todo el tiempo, robando, destruyendo, ocupando las minas de diamantes y los campos de explotación petrolera y autofinanciándose. Angola fue el origen de este nuevo tipo de guerra. Luego eso se repitió en Somalia. En aquel tiempo, como eso no tocaba intereses occidentales, no ameritaba ningún tipo de atención. En mi libro Another day of life (Vintage, Nueva York, 2001), dedicado a la guerra de Angola, hablo precisamente de este fenómeno y de cómo el Pentágono y la OTAN tarde o temprano tendrían que desarrollar nuevas formas de combatir a estos ejércitos particulares. 

La salida que se anuncia es a través de los servicios secretos y el contraespionaje, ¿no le parece?  

Pero eso requiere enormes cambios estructurales. Un cambio increíble. Conocer el mundo, aprender idiomas, estudiar otras costumbres. En fin, un cambio de mentalidad muy grande y complejo. 

En el libro El Sha narra la revolución que derrocó la dictadura de Reza Pahlavi. Mi lectura de ese libro es que los partidarios del ayatola Jomeini se adueñaron de un movimiento mucho más amplio, orquestado como rechazo a la dictadura del Sha y no forzosamente como apoyo a las tesis integristas. La revolución fue "expropiada".  

La revolución de Irán fue la última gran revolución de masas del siglo XX. No hemos vivido hasta el día de hoy ninguna revolución tan multitudinaria como aquélla. Fue un evento único. No podemos encontrar ningún movimiento de ese tamaño en ninguna parte del mundo. En efecto, la revolución empezó como un movimiento democrático en contra del régimen autoritario y represivo. La revolución no empezó como una lucha entre Occidente y el Islam, sino como una batalla entre la democracia y la dictadura. La contradicción, casi diría el dilema histórico, es que cuando un movimiento trata de democratizar un Estado multinacional y multicultural como Irán inmediatamente entra en cuestión la supervivencia del propio Estado, ya que las minorías oprimidas entienden la democratización como la lucha por la independencia. Entonces el lema democratización que los agrupa significa cosas distintas para cada cual, y eso entraña el peligro del fin del Estado e inmediatamente empieza la lucha entre las distintas facciones que hicieron posible la revolución, en la que acaba imponiéndose la más fuerte. 

Ese fue el dilema de la URSS y la perestroika. No se puede independizar el poder multinacional creado como poder represivo porque entra en juego el interés de minorías oprimidas que quieren usar la situación de democratización para sus propios fines y desintegrar el Estado. Eso pasó con la Unión Soviética y eso explica la independencia de Ucrania, Uzbekistán, Georgia, Armenia. 

Lo mismo pasó en Irán. Cuando empezó la revolución, las minorías (kurdos, árabes, turcos, afganos) quisieron imponer sus intereses, pero la ola de nacionalismo farsi musulmán se impone e inmediatamente empieza la lucha contra sus antiguos aliados que la apoyaron al principio. Y ahí se termina la revolución democrática y nace la nueva tiranía. La revolución empezó contra las fuerzas antidemocráticas del Sha y terminó con la victoria de las fuerzas antidemocráticas del ayatola Jomeini en el poder.

En El Emperador narra el alucinante reinado de Haile Selassie en Etiopía, pese a que usted había llegado a Addis Abeba a cubrir, como corresponsal, su derrocamiento y los problemas de la revolución triunfante. ¿Cómo descubrió que lo que tenía que contar era el pasado y no el presente, que lo original estaba atrás y no enfrente?  

Mi problema es que quería tener dos papeles. Por una parte, como corresponsal, tenía que cubrir lo que estaba pasando sobre el terreno y esa fue mi obligación profesional, pero por otra, de manera simultánea, yo tenía pasiones propias, privadas, de temas que me fascinaban personalmente. Fui corresponsal de la Agencia de Prensa Polaca porque era casi la única forma que tenía en aquel entonces de viajar, que es lo que realmente quería hacer. Conocer el mundo y su gente. En cierto sentido, tuve que venderme a la agencia para poder viajar y buscar mis propios intereses personales y desarrollar mis ambiciones literarias. Es el precio que tuve que pagar. Por ello, mis libros son distintos de mi labor periodística como corresponsal. 

En mi trabajo como corresponsal escribí sobre el general Mengistu, el terror en las calles y todos esos acontecimientos, pero mis libros reflejan mis pasiones personales. Me fascinaba la estructura del poder autoritario y su funcionamiento, y encontré en el régimen de Haile Selassie y en la forma en que funcionaba su palacio y su corte un ejemplo fascinante de poder autoritario. Me fascinaba tanto ese tema porque en Polonia vivíamos bajo un régimen autoritario y esas analogías de funcionamiento me parecían chocantes y clarificadoras a un tiempo. Además, ya había escrito mucho sobre las revoluciones y su lógica. Ahora quería escribir sobre las dictaduras y su funcionamiento interno.

En Ébano afirma que la verdadera África no está en los hoteles para turistas ni en los barrios importantes de sus capitales, que son iguales en todo el mundo. Y usted sale a buscarla: recorre sus míseros mercados, sus caminos paupérrimos, su campo desolado, y entra en contacto con la gente que la habita. ¿Qué le dejó esa África profunda, asumiendo que existe algo tan vasto y diverso como África, como usted mismo advierte en la apertura de su libro?  

Yo distingo dos tipos de civilizaciones a lo largo de la historia. Las civilizaciones de desarrollo y las de supervivencia. El antiguo Egipto fue una civilización de desarrollo y siglos después devino en una de supervivencia. Lo mismo pasa con la cultura asiria o sumeria. Al revés también sucede: Japón, hasta la segunda mitad del siglo XIX, fue una civilización de supervivencia y luego devino en una de desarrollo. En el mundo presente la civilización de desarrollo es la occidental y la de supervivencia es la africana. En ambos mundos la gente pone mucha energía, pero esa energía está dirigida a cosas muy distintas. En las primeras, la energía humana está concentrada en el desarrollo técnico y científico. En las segundas, la energía humana está concentrada en sobrevivir: en comer un día más, en beber un día más. 

África tiene tres condiciones adversas: un clima pésimo, una tierra muy mala y poco productiva y una enorme deficiencia de agua. Y toda su energía está concentrada en mantenerse en tales condiciones. La lucha de la gente africana por la supervivencia despierta en mí todo el respeto. En esas situaciones de pobreza, hambre y condiciones adversas, vinculadas a conflictos violentos, guerras y matanzas, la gente africana mantiene rasgos de una enorme humanidad: son hospitalarios y conocen el valor de la alegría en medio del dolor. En África nunca me he sentido ni perdido, ni aislado ni con miedo. 

Además de estas condiciones adversas de clima, suelo y falta de agua, lo mejor de su fuerza de trabajo, durante siglos, fue sacrificada bajo la terrible palabra de la esclavitud.  

Efectivamente. Tres siglos de terrible esclavitud y no sólo por el robo descarado de su gente, sino por el saqueo de sus riquezas y la destrucción de su medio ambiente. Y luego cien años de colonialismo también, en muchos aspectos, muy destructivo. Su historia es muy trágica, pero el hecho de que esa gente sobreviva, y sepa reírse, demuestra que tiene un alma maravillosa. 

Una de las crónicas más interesantes de su libro La guerra del fútbol es justamente la del enfrentamiento bélico entre El Salvador y Honduras, que si bien tenía raíces más profundas se desató, al menos como casus belli, por el maltrato recíproco de los hinchas de cada país durante una eliminatoria mundialista. De las tribunas de un estadio a la guerra entre dos Estados. ¿No es esta la guerra más absurda que ha cubierto? 

En aquel entonces yo era corresponsal con base en México, pero como mi agencia era pobre, tenía que cubrir toda Latinoamérica. Fue un tiempo muy agitado para el continente: movimientos guerrilleros, golpes de Estado, y yo tenía que viajar todo el tiempo. América Latina era por aquel entonces dinamita. 

En ese clima estalló esta guerra, la penúltima defensa de los grandes terratenientes salvadoreños. Las famosas catorce familias que controlaban todo el país. Los salvadoreños temían la emigración hondureña hacia sus tierras, ya que consideraban que esos pobres campesinos hondureños eran una suerte de agentes de Castro que se internaban en el territorio de El Salvador para hacer la revolución. Las fuerzas salvadoreñas trataban de controlar los movimientos de campesinos hondureños, pero no podían por razones geográficas y por carecer de recursos, y esa penetración siguió. Toda América Central era muy pobre. Tegucigalpa era una ciudad diminuta y muy pobre. En esa atmósfera estalló esa guerra. Fue una guerra muy cruel aunque duró poco tiempo. Me acuerdo de sus aviones pasando y bombardeando. Cada país tenía uno o dos aviones solamente y por ello era un poco grotesco, pero de manera muy trágica. En el libro quise reflejar también lo que significa el futbol, como motor de la identidad nacional, en la cultura latinoamericana. 

Usted ha dicho que la historia del siglo XX no es sólo la historia de las guerras mundiales y las dictaduras, sino también la de dos grandes procesos: la descolonización y la otra migración del campo a la ciudad. A mi juicio, el siglo XXI es el de una tercera ola de transformación: la emigración de los países pobres a los países ricos. ¿Cuál es su lectura de la migración y de la respuesta europea a este fenómeno relativamente reciente?  

Los tres procesos tienen un rasgo común: son irreversibles. No va a parar ninguno de ellos. Son una parte integral de nuestra civilización contemporánea y definen su carácter. Estos procesos reflejan dos características esenciales de la humanidad: el anhelo de mejorar las condiciones de vida y el enorme desarrollo de los medios de transporte y locomoción. La emigración es la combinación de la esperanza humana y el movimiento. La esperanza se realiza a través de la noción del movimiento. La gente va a seguir buscando mejorar su vida mediante el movimiento. Ir de unos lugares que piensa que son peores hacia otros lugares que piensa que son mejores. Eso es irreversible y está en el núcleo del pensamiento humano. 

Hagamos un poco de historia. La emigración de tierras pobres a tierras ricas es resultado del fracaso de los países subdesarrollados en la segunda mitad del siglo XX para alcanzar el desarrollo. En 1955, en la conferencia de Bandoung (Indonesia), se reunieron Nehru de la India, Nasser de Egipto, Tito de Yugoslavia, Kwame Nkrumah de Ghana, junto al anfitrión Suharto, para fundar la Organización de Países No Alineados. La idea central era forzar a los países desarrollados a establecer relaciones más justas en el intercambio comercial del mundo. Este movimiento, cuya última conferencia tuvo lugar en Argel en 1972, fracasó. Fue aniquilado por la política de los precios de las materias primas impuesta por los países ricos. A partir de este fracaso, el Tercer Mundo, de manera subconsciente, cambió de estrategia: en lugar de confrontar, infiltrar. 

Esa es la etapa en la que estamos. Desde luego que esta penetración encuentra, dentro de las sociedades ricas, fuerzas que se oponen de manera creciente. Temen que si continúa la emigración los va a rebasar, ya que saben, aunque sea de manera intuitiva, que la población europea representa menos del diez por ciento de la población del mundo. Pero esas fuerzas no quieren entender que esa situación de contradicción no tiene solución. La emigración es necesaria porque la sociedad europea envejece cada año, y cada vez tiene menos niños. Si Europa quiere mantenerse en el nivel mundial de desarrollo y jugar un papel importante en el mundo, tiene que producir mucho, y para hacerlo requiere importar fuerza de trabajo. 

La migración más natural para Europa, por razones geográficas, es la del Magreb y el Medio Oriente y eso significa masas de musulmanes, lo que acentúa la confrontación cultural y religiosa entre el cristianismo europeo tradicional y el islamismo, que es una fuerza joven, pujante, ambiciosa. Esto va continuar con una tensión creciente, sin solución a la vista. 

Yo espero, sé que ingenuamente, que la generación que nace ya en Europa y va a la escuela pública europea sea el motor de la integración y que los hijos de los xenófobos y los hijos de los emigrantes se van a encontrar en las aulas y van a construir una maravillosa Europa mestiza.  

No inmediatamente. Con el tiempo, quizá sí. Por el momento, el problema es que esos nuevos emigrantes viven en guetos, producto del rechazo de las sociedades que al mismo tiempo los necesitan para su bienestar. Es muy pequeño el porcentaje que busca integrarse. En París, Roma, Estocolmo, hay barrios de emigrantes, barrios herméticos, con sus propias tiendas, prensa, lugares de culto. Estamos todavía en una etapa de mutua desconfianza y de mutuo recelo. La integración va a tardar. La historia humana enseña que las culturas que entran en interacción lo hacen lentamente, no de inmediato. 

El Imperio narra tres viajes suyos a través de la URSS, el último en la época de Gorbachov. El trasfondo del libro es lo que para un polaco significa Rusia, eterno rival y, al mismo tiempo, modelo cultural en muchos sentidos. ¿Cómo es la relación actual de Polonia con Rusia y cómo vislumbra el futuro de esa nación?  

En Polonia la gente distingue entre dos realidades, pueblo ruso y Estado ruso. Con el pueblo ruso tenemos muy buenas relaciones. Son gente muy buena, tenemos mucho en común culturalmente, fe cristiana e historia compartida. En Polonia trabajan setecientos mil rusos de forma natural y tenemos con ellos muy buena relación. Lo que mucha gente odia es al Estado ruso, como modelo de Estado autoritario, tiránico y muy opresivo, no sólo frente a Polonia sino frente a todos los otros países y naciones que han sufrido mucho bajo su dominio. En Polonia sabemos claramente hacer esta distinción.

La URSS se derrumbó en unos días, casi diría en unos minutos. Tenemos que ver cómo va a desarrollarse, no podemos adelantar conclusiones. La inteligencia rusa está dividida, desde principios del sigo xix, entre eslavófilos y occidentalistas. Entre Chaadáev y Leontiev. Entre los que piden la plena integración con Europa y los nacionalistas que consideran que Rusia es un fenómeno totalmente aparte. Dostoievski, por ejemplo, odiaba a Occidente y consideraba que nunca iba a entender la verdadera naturaleza de Rusia, cuya salvación era mantenerse lo más lejos posible de Occidente. Ahora pasa lo mismo. Putin es occidentalista y se enfrenta a una parte grande de la sociedad que está en contra. La interacción de estas dos fuerzas caracteriza a la Rusia de antes y de ahora. Rusia necesita de Occidente la técnica y el dinero, ya que sigue siendo un país del Tercer Mundo en el sentido fundamental del término: su mayor valor son las riquezas naturales, el petróleo y el gas. La economía rusa no produce nada creativo y no hay ningún invento ruso de los últimos cien años que perdure. Nada indica que esta relación de dependencia vaya a cambiar en el corto plazo. Por otro lado, la nación rusa es formidable, fuerte, educada, con una inteligencia estupenda, una gran fuerza creativa. Todo eso conforma un cuadro muy complicado y difícil de predecir.

Entrevista publicada en LETRAS LIBRES, julio 200. Foto tomada de alamamagazine.

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